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Eran los primeros días de marzo y el amarillento tono de la hoja granulada nublaba mis pensamientos. Vacía, impugnable, libre de todo trazo, detenida en el tiempo. ¿Por cuánto más tendría que persistir en esta tortura? El lápiz, tan cálido y amigable en el pasado, ahora se me apetecía insostenible.

 

En un arrebato de frustración lancé todo del escritorio, deseoso de que la fuente de mi malestar fuera tragada por el abismo, esperanzado para jamás volverlos a ver. Los lápices tronaron contra el suelo, sus contenedores de cristal estallaron como bombas y sólo la maldita hoja logró su aterrizaje insonoro.

 

Salí deseoso del onceavo respiro de la semana tras meses de intento sin afloje. La luna se mecía en un semicírculo perfecto encima de la calle manchada de aquel repugnante tinte amarillo, proyectado por las antiguas farolas. Ahogué el vomitivo desazón que se adelantaba a paso agigantado por la garganta y busqué frenético una salida, un rayo blanquecino o una brumosa negrura que me extirpara de allí. Agradecí de que así fuera.

 

Corrí como el enfermo intenta el alejarse del fatal destino. Me ardía el respirar. La mirada me lagrimeaba. Mi tos fatigosa fue lo único audible en semejante mundo silenciado.

 

Encontré apoyo en la vieja barandilla de madera en un parque cercano, seguro de las añejas luminarias. No fui capaz de evitar el azotar mi mente con el recuerdo del plazo para la obra, su andar desenfrenado hacia mí carente de toda misericordia. Las nauseas se tornaban incontrolables, no podía despegarme de mi breve salvadora sin sentir el descenso al infierno. Con el tiempo el sueño gradualmente fue desapareciendo y lo que ingería –en su mayoría comida rápida–, era rechazado por mi cuerpo. Fui incapaz de pensar en algo que no fuera aquella repulsiva hoja, reposada sobre el escritorio, burlándose de mis penurias a vivaces carcajadas.

 

Entonces la vi, sentada sobre el borde de la fuente al otro lado del parque, con un vestido azul marino y el cabello recogido en un elegante tocado. Pero no fueron aquellas trivialidades lo que captaron mi atención. Al alzar la mirada sus ojos resplandecieron como reflectores ante la noche, faros amarillentos que trascendían en la obscuridad. Aunque indirecta, clamaba a gritos mi atención. Estaba atrapado, era otro preso más ante la dama de mirada de oro.

 

La visión se me nublaba, mis manos temblaban tal terremoto y el sudor me bañaba la frente y las mejillas. Mi corazón tronaba en desesperación al punto de sentir que me reventaría los tímpanos. Pero no podía detenerme, mi cabeza se negaba a mirar hacia otro lado y olvidar. Olvidar aquello que más me desagradaba.

 

La seguí como una sombra en el día. La observé entrar en su modesto departamento. Esperé, uno con la noche. Parecía cosa del destino; el mismo tono, el mal se había fundido en cada pared del pequeño complejo.

 

Me arrastré tambaleante por el pasillo, sin encontrar dificultad alguna para burlar al portero. La cabeza me retumbaba por mis eufóricos latidos. La migraña me mataba. La pared fue mi único auxilio y guía mientras era agobiado por los pesares que había decidido confrontar. Tres pesados golpes solté contra la puerta, capaces de ser escuchados incluso por mí.

 

Ella abrió sin siquiera preguntar. Aquellos ojos amarillentos, empotrados en lo más profundo de mi alma; mutaron de felicidad a sorpresa, y de sorpresa a pavor. Me abalancé contra ella tal tigre sobre gacela, ignorando su intención vana de cerrar. Acorralé sus gritos con mis manos en su fina y suave garganta. Golpeaba, pataleaba, forcejeaba con todo lo que tenía. Pero al final sólo se desplomó en la alfombra de la entrada, sin vida, mirándome con esos vomitivos ojos amarillos.

 

Me faltaba el aliento, la razón me daba vueltas. «Ya falta poco», me alenté para aminorar la ansiedad. Hundí mis dedos desnudos en sus amarillos ojos con fuerza. Los exprimí con placer, ansioso de escucharlos reventar. El éxtasis me invadió por fin al ver el oro tornarse carmín.

 

Acaricié mi cabeza para retirar el sudor, manchándome con el néctar del triunfo ante el monstruo en mis pies. «¡Paz al fin!», grité a mis adentros. La migraña se esfumaba con la leve brisa a través de la puerta abierta. Sin embargo; al ver su rostro, tan semejante al del humano, no pude contenerlo y mis nauseas se materializaron sobre la alfombra a un lado del cadáver.

 

Con temor y agotamiento sostuve mi garganta ante la hedionda pasta licuada que reveló la terrible verdad que me detuvo en el tiempo. No tenía pensar alguno que diera explicación. Estaba dentro de mí. Ese horrendo color. Sus ojos, esa maldita hoja, se habían ocultado en mi garganta para continuar con su sádico tormento.

 

Volé a la cocina, chocando con todo lo que estuviera en el camino. Agarré con firmeza la cuchilla del escurridor. Las manos me titiritaban al acercar la hoja a mi garganta. Con un grito sofocado acabé lo prometido. La historia estaba terminada.

 

 

 

El editor de aspecto imponente bajó la novela gráfica en sus manos y la dejó caer sobre su ordenado escritorio.

 

–Sin duda, éste es tu mejor trabajo –espetó con su típica sonrisa– ¿Cómo es posible que lo terminaras? Los demás estarían encantados de conocer tu secreto.

 

Tanteé la bufanda que me envolvía el cuello, remarcando lo oculto, y le devolví el gesto: –Créeme, no querrán saberlo.

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