EL SEMBRADOR DE CIZAÑA
Como quintacolumnista a sueldo de una potencia enemiga, mi cometido era arruinar el país como paso previo a su ocupación. Concretamente, me fue asignado el sabotaje de la producción agrícola. Fingiéndome comerciante, llegaba a un pueblo en época de siembra sentado sobre mi carreta cargada de grano. Aprovechaba el ajetreo y la confusión de la siembra, donde cientos de manos se perdían en labores campesinas de todo tipo, para confundir mis sacos de grano entre los sacos de la siembra. Los lugareños seguían con la tarea establecida, mezclaban el contenido de los sacos ignorantes de que entre las semillas de trigo que arrojarían a los surcos, abundaría el grano de cizaña confundido entre cascarilla y polvo. Tal era la simiente de la planta que transportaba.
Hermanada con el trigo, la cizaña crecía indistinguible de la real planta. Tan sólo era detectada su presencia cuando brotaban sus pequeñas semillas de unos tallos que sobresalían por encima de los trigales, para competir con ellos por el agua, el sol y el suelo sin producir beneficio alguno. Confiábamos en que la estrategia serviría para derrotar por hambre a nuestros enemigos.
Finalizado el tiempo de la cosecha, regresé a uno de aquellos pueblos para contemplar mi obra; lo encontré igual de próspero. Contrariado, pregunté a un aldeano:
—¿Sacaron buen pan de sus trigales?
—¡Excelente!, ¿quiere probarlo? —me ofreció un pedazo de pan de aspecto sabroso sacado de la bolsa que cargaba contra su espalda.
—Pan de cizaña, ¡el mejor!