Pasos.
— Hice lo que tenía que hacer…
Suspiró, sentado en la entrada de su casa, con la espalda apoyada en la puerta. Frotó las manos contra su rostro con fuerza, tratando de abandonar un pensamiento que lo aquejaba. Se quedó en silencio, mirando el jardín y echó la cabeza hacia atrás. Todo quedó en silencio.
Dentro de la casa escuchaba pasos. Pasos que iban y venían, desde la entrada hasta el comedor; desde el segundo piso bajaban unos tiernos, juguetones y desde el patio entraban otros, rápidos, llenos de alegría. Recordar de dónde provenían lo hizo sonreír: una sonrisa ilusa, una sonrisa llena de esperanza. Pensó en su mujer, que lo esperaba dentro; cocinando ya algo para la cena. Pensó en su hija menor, que gustaba de subir y bajar la escalera, rompiendo en tiernas carcajadas. Pensó en su hijo, el mayor, que le encantaba correr por todo el lugar y luego entrar a la casa, con los pies embarrados y mojados. Sonrió pensando en todo esto. Sonrió pensando que su familia era la mejor que le pudo haber tocado; que eligió a una mujer hermosa, fuerte, valiente; que sus hijos eran perfectos, que no hacían más que llenarlo de orgullo. Sonrió, feliz.
Se puso de pie y miró el pórtico; aquel que le daba la bienvenida otra vez a su vida, dichosa y libre de preocupaciones; aquel que le permitía la entrada a un abrazo cálido y a un delicioso plato de comida, hecho con amor. Los pasos y las carcajadas de dentro de su casa se hacían más fuertes.
— ¡Ve a ver quién está fuera, amor! —una armoniosa voz se alzó dentro de la casa: era su mujer. Luego, escuchó cómo unos tortuosos pasos se dirigían a la puerta, entre gritos de alegría y carcajadas. Sonrió, esta vez con los ojos brillantes.
Abrió la puerta únicamente para contemplar la soledad, el silencio y la oscuridad. Los pasos y las carcajadas no estaban; al igual que el añorado abrazo de bienvenida y el delicioso plato de comida que lo esperaba. Se habían ido: al igual que su familia… a quienes él mismo hizo partir.