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Arribé a la ciudad entrada la noche. Había dormido durante el trayecto, por lo que bajé del coche con hastío en los ojos, ignorando el itinerario que me esperaba. Llevaba un morral casi vacío y un legajo con partituras. Una señora gorda con suéter me ofreció café. Cuando me entregaba la taza se acercó un hombre de barba. Ayúdeme patroncito, dijo, la espera es eterna. Le pasé mi tinto y las últimas monedas que traía en el bolsillo.  

Las calles tenían una soledad antigua, como si una tormenta acabara de asesinarles el alma. El frío era un gusano invisible carcomiendo los huesos. Un penetrante olor a quemado invadía el ambiente. Caminé como un desorientado. Al día siguiente visitaría un productor para ofrecer mis nuevas variaciones sobre música medieval. Era la única idea que persistía luego de despertar del viaje, un viaje que parecía haberme tomado toda la vida.

Después de caminar algunas cuadras llegué a un edificio de varios pisos cuyas paredes se perdían entre la neblina. Sentía haber cruzado aquél paraje antes, en un tiempo del que ya no era dueño. Deja vú, pensé. Un aviso resplandecía en la penumbra: «Estancia Purgatorio».  

La lluvia arreció. Decidí dormir en aquel antro. La puerta era amplia, con un vidrio que más parecía un vitral bizantino que una invitación a pasar la noche. Algunos individuos con hábitos de monje aguardaban sin resolver el ingreso.   

Me coloqué dentro. El hall estaba casi en tinieblas. Los focos, cubiertos de polvo, hacían de faros para desafiar un mar de nostalgia. Un hombre calvo, con gafas, despachaba desde el mostrador. Tenía cara de corsario. Detrás de él un espejo en forma oval reflejaba la soledad de la calle. En el costado derecho, cerca del corredor que daba a las escaleras, había dos muebles, un reclinatorio y un atril con un ejemplar de la Biblia. El único adorno en la pared era una imitación burda de un cuadro que me era familiar y que, después constaté, se trataba de El triunfo de la muerte. Un instrumento en forma de órgano de iglesia cubría la pared cercana a la puerta. 

—¿Qué tipo de habitación desea, Señor?  

—Una que tenga ventana a la calle—, respondí. 

La atmósfera funeraria empezaba a inquietarme. 

—¿A qué se debe la poca luz?—, inquirí.

El hombre siguió clavado sobre el mostrador.  

Mantenimiento del personal, la luz es algo que siempre esperamos en abundancia.

Garabateó unas letras. Antes de que yo pronunciara lo que tenía en mente, se adelantó: 

—Estamos preparados para hacerle pasar la mejor temporada. Un gesto en su rostro me permitió deducir que había ubicado la habitación. Mi capricho obedecía al pánico que tengo a los incendios: cerca de una ventana existe opción de saltar y quedar sólo con un hueso roto.  

—El órgano… ¿está afinado?—, curioseé.  

—Como para un concierto—, agregó.  

Tras una pausa hice memoria de mis datos personales. Intenté hallar la identificación. No poseía documento alguno.  

—Seguro los perdió en el trayecto, señor-, intervino. -Suele suceder al llegar a este lugar donde el nombre interesa poco.                                                             * 

Me dirigí hacia el órgano. Se trataba de un viejo modelo, similar al que acompañara mis tardes de estudiante en el Seminario Católico. Abrí la cubierta y puse una de las partituras de mi legajo. Las notas carecían de armonía. La afinación del armatoste era débil como el sentido musical del calvo. Me obstiné en seguir pulsando las teclas.  

Perteneció al antiguo dueño de la mansión—, aclaró.  

—¿Qué sucedió con ese hombre?  

Omitió cualquier explicación. Por la escalera descendió un gato negro con una mancha blanca en el pecho. Se acercó y trepó al órgano. Luego emergió otro, esta vez pardo, y por último un tercero de color gris, los cuales se ubicaron en los costados. Yo seguí interpretando. Los felinos movían la cola como culebras encantadas por el arte de un hechicero.  

Un truco para atrapar clientes, pensé. 

—Es la nostalgia, señor—, opinó el hombre.  

Uno de los gatos empezó a rozar su lomo contra mi pierna, con un ronroneo amistoso. Entreví en ese acto un hábito de resignación ante la ausencia. 

Los gatos eran del antiguo dueño, viajó hace poco, usted me entiende, señor. 

Su voz parecía estar encontrando el destino anhelado. Los otros gatos me asediaron bajo la butaca. El hombre me miró fijamente con la emoción de quien atisba el final de un camino:  

—Su habitación está en el tercer piso, aquí tiene las llaves.  

Cerré el armatoste, cogí el morral y el legajo con partituras y fui hacia el sitio indicado. Los gatos retornaron a la penumbra. El hombre interrumpió: 

—Son mascotas nobles, vieron morir al amo en un incendio terrible.  

No me resultó extraño que aquella conversación sonara familiar, como de unos viejos camaradas que recobran un tiempo perdido.  

Cuando empecé a subir los escalones el hombre concluyó:  

Le dí la mejor habitación, la que perteneció al antiguo dueño, que gustaba de la música de órgano, leer la Biblia y los cuartos con vista a la calle. 

 

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