La bicicleta dejaba huella en otoño y en invierno, en primavera no, en primavera rozaba las flores silvestres y abría los aromas a su paso, en verano no lo sé, había vacaciones y toda la familia se trasladaba a climas más benignos para mi madre, menos secos y áridos, la costa norte siempre le sentó bien y los balnearios le ayudaban, según ella, a sobrevivir el resto del año, a mi me daba igual porque con el tiempo aprendí a convivir conmigo mismo, las verbenas veraniegas a las que me llevaban mis padres, olían a pinchos morunos en carbón, refrescos de cola, patatas fritas, churros atados en juncos de la ribera y al pachulí de las mujeres.
Las niñas se reían de todo y yo de nada, poco a poco fue cambiando mi carácter. Con la muerte de mamá en otoño, cuando la bicicleta dejaba huellas aún poco profundas, la primavera seguía dejando aromas como si nada hubiera pasado. La verbena de ese verano fue diferente, yo también reía.
Ella, la que no olía a pachulí, me pidió un beso, en ese momento descubrí lo terrible que debe ser morir. En ese momento tuvo transcendencia mi risa y mi llanto y entendí el significado del "adiós mamá" del otoño anterior, a partir de ese momento, las huellas de la bicicleta comenzaron a ser más profundas, tanto, que me costaba moverla.