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Los lugareños casi siempre se mostraban muy interesados en conocer los orígenes de aquellos vecinos que no eran nativos de aquellas tierras, pero que con el correr del tiempo ya los estimaban como familiares muy cercanos.

Así sucedía con doña Josefa, una gentil matrona de más de ocho décadas vividas, de las cuales por lo menos cuatro había compartido con esta comunidad. Su casa era un vivero de plantas decorativas o medicinales de las cuales la diligente propietaria se sentía muy orgullosa.

Entre sus más apreciadas estaba la hierbabuena; solicitada como medicina para expulsar las lombrices o para calmar el dolor de muela, la brusca; la cual decía doña Josefa contenía un sinfín de propiedades curativas. Todo esto enmarcado dentro de fragantes rosas, claveles y capachos que daban un ambiente de color y frescor al visitante.

Al caer la tarde la simpática Josefita compartía un cordial cafecito o una apetitosa ración de torta de chocolate que disfrutaba con sus vecinos.

Sus años infantiles fueron muy felices a pesar que siempre mostró esa contradicción de su carácter entre amabilidad y rebeldía.

Recuerda el afecto que todos le brindaban, cuando al igual que sus padres la llamaban cariñosamente la niña. Muchas veces, cuenta Josefita, me abruman los recuerdos y presiento como si se acercaran aquellos improvisados caleteros vociferando: ¡Puya arena! ¡Llegaron los puya arena! Voces que acompañaron mis trasnochos, cuando desde la ventana del hogar paterno observaba las corrientes del inmenso río.

Casi al amanecer se acercaban las chalanas con su carga de mercancías, tripuladas siempre por unos malencarados comerciantes, desconfiados, de mirada recelosa hacia los ávidos compradores, con mucho dinero, pero maestros en el arte del regateo.

Cuando cumplió veinte años, nos cuenta que ya estaba casada con un próspero hombre de negocios, que además de quererla mucho la involucró en los secretos de tan difícil profesión para realizar una mujer en aquellos tiempos. Cabalgaban diariamente casi dos horas para llegar a la zona comercial donde su pareja tenía su centro de operaciones.

De esa unión nacieron sus dos hijos. Un día la querida Josefita se quebrantó de salud y sus muchachos, como ella los llamaba, la trasladaron a un distante centro hospitalario para que fuera atendida por reconocidos especialistas.

Pasados dos meses se presentaron Luis y Dimas mediando pocas palabras con los vecinos, vestían corbata y trajes oscuros, recogieron las pertenencias de la familia, algunas de ellas las regalaron a personas amigas que las necesitaran; antes de marcharse colocaron un letrero muy grande en el cual se leía “Se vende esta propiedad”.

En aquellas noches cuando el cielo se cubre de estrellas, los niños del pueblo suelen decir con su mirada hacia el infinito: allá estará la abuela Josefita obsequiando su cafecito y repartiendo su torta de chocolate a los angelitos.

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