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Debilidades:
Tú no tenías ninguna.
Yo tenía una:
amaba...
Bertold Brecht

Es duro pensar que después de aquel amor no habrá más nada ni nadie; que después de aquel adiós, que llegó como un cubo de hielo recorriendo la espina dorsal de mi historia, no haya quedado más que un inamovible trozo de piedra.

       Es difícil aceptar que el hombre que otrora fui, se ha marchado; ¡y lo que es peor!, tener la certeza de que se fue como lo hizo ella: sin pronunciar, sin avisar siquiera; sin acariciar mi cara y decirme un hasta luego o un hasta nunca (que en ese instante me hubiesen sabido a lo mismo, pero que quizás me hubiesen salvado). Porque es terrible saber que el amor o el sentir se han escapado de mí, y que, como si fuesen sólo partículas de sudor o de llanto, han sido despedidas de mi cuerpo, con la mejor de mis venias y la más firme de mis autorizaciones.

       Es duro saberte y no saberte, existir y no existir. Porque perder la identidad es como perder una extremidad, y después, ya renco o tullido, sólo nos queda cambiar la honestidad de la sonrisa por una cómoda carcajada, trocar el angosto pero seguro sendero que hace una lágrima atravesando la mejilla, por la desértica avenida en la que fluye la hipocresía, y que agrieta la piel hasta tornarla insensible, cambiar el sabor perfecto de enamorado que, cuando amas, te escurre entre los labios, por el insípido y mentiroso placer que se seca después de la simple lascivia.

       Es difícil aceptar que eres un loco estúpidamente sensato, que eres premeditada y alevosa ausencia; que eres y no eres, que estás sin estar. Saber que antes que ser camino eres distancia, que antes que ser noche eres oscuridad, que antes que amanecer eres desvelo.

       Es terrible tener tacto y no sentir, tener olfato sólo para seguir rastros, tener oído y jamás creer lo que uno escucha, tener gusto y levantarte siempre con un mal aliento recorriendo la ancha amargura de la boca; tener voz y no poder decir “te amo”, tener a alguien a quien amar, y no poder hacerlo.

       ¡Tan terrible es la vida para el que no ama, para una tumba móvil, para un muro que es pintado según la ocasión o el capricho del azar! ¡Sí, es escalofriante! Pero sé que es aún más terrible para ella, que está aquí, aferrada a las endurecidas carnes de mi cuello, despertando en todos mis amaneceres, llamándome con sonrisas, sintiéndome con sus manos anhelantes, llenándose del frío que siempre me cobija y que ahora es su cobija; y sin tener más culpa que la de amar y entregarse, plena y sin protesta, a una piedra…

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