Aquellos que recordamos el popular Bar 113 de la esquina de Soriano y Cheveste, del bonachón Mingo Suárez, ubicamos a dos queridos bohemios, que junto con otros amigos, entre vinos, trucos, cigarros y cuentos, muchas veces terminaban en imagen. No interesaba el dinero, ni hacerse famoso, lo importante era pintar, logrando la sonrisa de los parroquianos que estaban en el bar.
Recordaré a dos de aquellos viejos pintores, que con cuatro líneas, una pincelada justa, hacían una caricatura en un simple papel, que muchas veces terminaba en al tacho de la basura. Raúl, como todos los nombraban visitaba a diario ese encuentro de amigos. Campechano, bohemio, sencillo y siempre dispuesto a la charla. Lo observé pasar muchas veces por mi casa, llevando un cajón de madera, cargado de pinceles, pinturas y sueños. Pintó al óleo y carbón, retratista, paisajista, caricaturista y pintor de letras. Cosechó amigos y posiblemente se llevó con él charlas de café, recuerdos y anécdotas que nunca contó. Pero Raúl no estaba solo. Sentado junto al mostrador con su tradicional vaso de vino, lo encontramos a Esteban. Llega a Dolores, conociendo el amor, y formando una familia. ¿Quién no conoció al gringo Esteban? De profesión zapatero, instala su taller que llamó “La Hormiga”. Otro bohemio contador de historias, pucho en la boca, y nunca supo usar el peine. Bonachón con carga de gringo, que junto a Raúl supieron hacerse de un grupo de amigos, que vino de por medio, pasaban las horas junto al mostrador. Esteban también un hábil dibujante, paisajista y pintor de letras. Cuando se ponía a pintar un letrero no precisaba moldes, sus manos se transformaban y los pinceles hacían maravillas.
Cuando uno es joven y observa esa misteriosa unión que conjugaba ese grupo de hombres, en un simple bar de barrio, aprendí que debemos llenar nuestro corazón de afectos y tendremos el mayor tesoro, los amigos.
