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Los desteñidos rayos del sol que logran filtrarse por la ventana se deslizan como pequeños reptiles por toda la habitación desdibujando las formas de los objetos al mezclarse con la oscuridad. Todo se ve distinto.  Las sombras nacen de esos pequeños destellos de luz que parecen fantasmas a los ojos humanos. La tarde muere a los pies de la impertérrita noche y con ella mi alma,  que a diferencia del gran astro, no revivirá al día siguiente. Es el final, lo acepto. La eternidad está solo reservada a Dios y no a los hombres.

Esas sombras que me amenazas con despertar se pavonean alrededor de mí y no las puedo detener. La noche gana su espacio y con ella la profunda oscuridad. No les temo. Vengan a mí, las desafío. No se hagan esperar.

― ¿Qué estás leyendo? ―. Me preguntó Karen esa mañana de invierno en la biblioteca de la universidad. Sus ojos negros gangrenaron me corazón. Destellaban vida y sus cejas, al unirse en triangulo con su frente, inspiraban tanta pasión que no es posible describir. Titubeante respondí:

― Romeo y Julita de Shakespeare. Tengo que hacer un trabajo sobre este autor y su obra.

Ella se quedó pensativa. Acomodó su suave y lacio pelo negro con su mano derecha y luego respondió:

― Nunca entendí porqué Romeo se quitó la vida por una mujer. Es un gestó de cobardía. Debería haber sufrido su pérdida con hidalguía. 

Esa chica me desconcertó. Era distinta. Me hizo cambiar la perspectiva y profundizar en lo que es el amor. No sabía que responder. Solo me quedé en silencio.

― Bueno, no quiero criticar al gran maestro pero es mi opinión ― agregó entornando sus ojos.

Si un rayo hubiera caído en mi cuerpo sería una simple caricia a lo que sentí en ese momento. Hermosa e inteligente. ¡Qué más podía pedir!. Yo era, en aquella época, joven como ella. No más de veinte primaveras.

― ¿Cómo te llamas? ― le pregunté con voz pastosa. Esperando una respuesta directa. No la obtuve.  

― Si quieres saber cómo me llamo debes ganártelo.

― ¿Qué debo hacer? ― estaba dispuesto a ponerme de carnero si ella me lo hubiera pedido. Pero no fue así.

― Define el amor.

¡Por Dios!. ¡Que chica más difícil y más atrayente!. Vuelve a mirarme con esos ojos negros que me hipnotizan  y agrega un sensual gesto al unir su dedo índice en su mejilla. ¿Que responder? Ni la más pálida idea. Estuve unos cuantos minutos y ella sin moverse ni gesticular. Solo esperaba la respuesta.

― No es posible hacerlo. Los sentimientos no son definibles. Solo acontecen ― le respondí con el corazón esperando acertar con lo que ella quería.

― Me llamo Elizabeth ― me dijo y con ello me gané el derecho, tan solo, de saber su nombre.

Ese fue el inicio de un gran amor. Los dos estudiábamos literatura en la universidad y después de graduarnos nos casamos. Ella era todo mi universo, mi amiga, mi consejera, mi luz, mi faro en la oscuridad de la noche. Su amor era incondicional como era ella. Como todo en la vida, nada me fue gratuito. La inmensa felicidad que viví con ella la tuve que pagar y no me arrepiento.   

La carretera se vislumbraba serena en aquel fatídico día. El sol apabullaba por doquier, todo era luz. Mi felicidad también. Ella estaba a mi lado. Conducía mi porsche hacia las Vegas. Decidimos tomarnos unas pequeñas vacaciones y esa ciudad era el destino. El desierto a nuestro alrededor nos insultaba con su calor abrazador pero no nos importaba. No me importaba. Ella estaba a mi lado. Observar como sus cabellos ondulaban con el viento me hacía suspirar de emoción. ¡Cómo una mujer como ella, podía estar a mi lado y no solo eso, ser mi esposa!. Me sentí como un plebeyo que ganaba la corona de Inglaterra.

De pronto un bulto, que no pude divisar que era, se interpuso. No sabía si era un animal o algo, solo atiné a girar el volante y con ello el desastre. Tres semanas pasaron en que no tuve conciencia de mí. Cuando desperté estaba en el hospital entubado hasta la coronilla. Solo podía oír pero no ver. “No te preocupes mi amor, todo saldrá bien”. Era la voz de Elizabeth. Eso reconfortó mi alma pero no mi cuerpo.

Luego de dos meses pude recuperar mi vista. Lo que vi fue desolador. El espejo me reflejó a mi mismo en una silla de ruedas, con el rostro cubierto de una barba insipiente y vestido con una bata blanca. Con dificultad me acerqué a mi cama y en el cabezal estaba el diagnóstico de los médicos: “daño espinal, parálisis permanente de miembros inferiores”. Era un inválido.

La noche vino de repente. De mis veinticinco años pasé a tener ochenta. Por lo menos, eso sentí.

Hace un año de estos acontecimientos. Hoy estoy en mi rancho, en Arkansas. Todo es tranquilo y sereno, salvo mi vida. La tarde murió al igual que mi alma, como dije al principio. ¿Es justo someter a Elizabeth a esta tortura?. No soy un hombre. Solo soy una sombra. Ni siquiera puedo hacerle el amor. ¿Qué clase de vida puedo darle?. ¿Se merece esto?. Oh Dios, cuanto la amo. Pero el amor, se lo dije una vez, es indefinible, ahora creo que puedo definirlo. Es dar todo…no…no…puedo mejorar la definición. Es elegir. ¿Que es más valioso para mí, el amor que siento por ella o su vida, condenada a un inválido?. Ella solo tiene veintiséis años. ¿Que le puedo ofrecer?. Nada. La elección define el amor. No puedo equivocarme.

 

Siento el frío caño de acero del revólver, en mi cien. Estos instantes son supremos. ¿Hago lo correcto?. “Tu amor o su vida”, mi conciencia replica esta frase con insistencia. Los rayos del atardecer se han desvanecido en la fría noche, esos destellos de luz ya no existen. Con ellos se han aniquilado toda la existencia de ese día. Infinitos momentos se han perdido en la eternidad de la nada. ¿Qué pasará con Elizabeth luego?. ¿Podrá soportar mi nada, mi ausencia, mi aniquilamiento?. De seguro que sí. El tiempo cura todo. Lo superará. ¿Quien se lamenta por la muerte de Juana de Arco o de César Augusto?. Somos tan solo sombras y no sabemos que lo somos. Nos esfumamos fácilmente, como ellas. Solo debo jalar el gatillo y todo terminará. Ella renacerá y podrá vivir plenamente con un hombre de verdad y no con una sombra de hombre. Lo sé. ¡Que duro es jalar este gatillo!. contaré: Uno, dos, y tres, ya…

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