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En la Dacha, a Julio de 2009

Mi querida señora: Séame permitido hoy, utilice éste estilo epistolar, en suave papel perfumado con tinta indeleble, para transmitirle aunque torpemente, alguno de mis sentimientos hacia usted, mi gentil señora.

Alguna de las cosas que he decirle son tan propias de nuestros íntimos sentimientos que espero no afecten su sensibilidad, mi paciente dama. Pero he de decirlo.

Me resulta difícil hoy poder determinar cómo y cuándo caí preso de su embrujo. No sé, y tal vez no importe, si fue hace un mes, un año o toda la vida. No recuerdo, no puedo hacerlo o tal vez me resista a hacerlo, si fue en una cita, si un encuentro casual, si aquí o allá. Quizá no quiera recordarlo porque simplemente ha sido mágico, lo sigue siendo, y me resista a que el recuerdo le quite ese misterio. No lo sé. Tampoco me importa hoy, mi lady. Sólo me importa decirle lo que usted ya sabe pero debo repetirlo.

Se ha apoderado de mi alma y voluntad. Desde que se produjo el encantamiento, mi cuerpo y mi espíritu están en sus manos. Mis ojos no ven otra cosa que el ¿esmeralda? de sus pupilas. Mis manos no sienten en sus yemas nada más que la tersura de su piel. Mis palabras no salen de mi boca si no es para decirle que la amo, como a la vida y más que a ella. Que para mí han dejado de salir la luna cada noche, el sol cada despertar, que no veo las estrellas en el cielo, si no sólo el reflejo de su mirada hechizada.

Mi sensible señora, debo decirle que usted se ha apoderado de mi voluntad toda, que vivo por usted y para usted. Que ningún capricho me parecerá desmedido, ningún sacrificio me parecerá demasiado, si ello me lleva a tener de usted tan sólo una palabra de amor, aunque sólo fuere un minuto de su calor en mi cuerpo, un instante de sus labios en mis labios.

Cualquier castigo que usted me imponga me parecerá leve si ello me permite, aunque sea sólo por sólo un instante fundir nuestros cuerpos en un abrazo y sentir latir mi corazón enloquecido junto al suyo. Mi atenta señora, me disculpo, pero debo decirlo. Poseerla, en cuerpo y alma, se ha convertido en mi obsesión. Todo me parece nada, comparado con la gloria de hacer de su cuerpo mi fugaz morada y depósito eterno de mi desenfrenado amor por usted, dueña de mi mirada y mis anhelos.

Bien sé a usted le sobran tantos otros corazones y espíritus enamorados como el mío, prestos a rendirle pleitesía, pero déjeme decirle que ninguno de ellos podrá jamás amar con la pasión, con la intensidad, con la profundidad, con la locura y emoción que embarga mi cuerpo y alma, al sólo nombrarla y tenerla presente en cada uno de mis sueños.

Mi admirada señora, podría seguir quizá hasta el infinito poniendo en sus oídos un torrente de palabras de éste amor que desborda mi cuerpo y mis sentidos, no ya mi razón que desde que caí preso de su embrujo carezco de ella. Permítame decirle a modo de fugaz despedida, que aunque su merced no pueda verme, mis ojos están en los suyos aún en su sueño, es mi aliento el que cubre su boca al despertar y son mis manos que acarician sus cabellos junto a la almohada. Es mi cuerpo el que le abriga cuando en esos sueños él se estremece de pasiones soñadas. El nudo en mi garganta y la niebla que envuelve mi mirada, me indican que debo dejar aquí lo dicho. Nada espero ahora como no sea me permita usted la gracia de seguir amándola en silencio, sin esperar nada a cambio, quizá tan sólo una mirada cómplice que me diga, aunque sea sólo sugiera, que mi amor no es en vano.

Su eterno amante, J

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