Las últimas noticias sobre nutrición, alimentación y salud son alarmantes; a la ya larga lista de sustancias cancerígenas ahora agregan las carnes rojas, los embutidos y alimentos en conserva, o sea la mayoría de alimentos que aportan proteínas al organismo. Esto ha desatado una enorme cantidad de comentarios en pro y contra del anuncio. Si a esto agregamos las bebidas carbonatadas, la comida chatarra, las sardinas, el atún, que vienen en lata, nos vemos restringidos a pensar qué demonios podemos comer que no tenga el fantasma terrible del cáncer.
En mi familia, salvo un 0,1 por ciento somos carnívoros y la noticia nos pegó fuerte. La principal característica de mi numerosa familia es la longevidad y varios miembros han superado la barrera de los cien años… sin cáncer y otras cosas con las cuales la naturaleza se hace presente cuando abusamos de ella. Y estos augurios tan tenebrosos me devolvieron en el tiempo a mediados del siglo veinte (XX para los romanos).
Crecí en un momento de la humanidad colombiana en que las gallinas y y pollos crecían en completa libertad en los solares de las casas y en los campos, nada de galpones o de alimentos concentrados. La carne la vendía un señor con la bata salpicada de sangre que pesaba la porción en un balanza oxidada y la envolvía en papel periódico; recibía la plata con las manos ensangrentadas y contaba las monedas de las vueltas sin el menor recato con esas mismas manos con las que manipulaba la carne.
La leche llegaba a las casas directamente del campo entre una cantina y en burro. Por lo general un muchacho campesino o una señora, pasaban por las casas donde tenían la contrata y la muchacha del servicio (que hoy es una especia extinguida) salía con la jarra u olleta a recibir el blanco líquido que era medido con un jarro de latón de dudosa higiene. Era una sola clase de leche; nada de descremada, deslactosada pasteurizada, esos nombres ni se conocían. Al hervirla se formaba una nata espesa y cremosa que se convertía después en mantequilla.
No quiero enumerar uno por uno las delicias poco higiénicas de mi lejano pasado pero quiero contar que en las tiendas se exponía una cochinada que hoy si me da asco pero en esos tiempos me parecía una delicia. No sé si alguno de mis lectores conoce el famoso BOFE, que es ni más ni menos que los pulmones de la vaca que se cortaban en delgadas rebanadas y se colgaban de un alambre a secar. Ahora pienso cuantas moscas se cagaron en el dichoso bofe, cuantos ratones merendaron a su gusto y sin contar cucarachas y otros bichos. Los señores borrachines de turno eran felices masticando este delicioso manjar y, para que les digo mentiras, a los pelados también nos gustaba.
En las plazas de mercado los días de mercado se expendía la deliciosa fritanga que, para los que desconocen el nombre, es la carne del cerdo con todas su partes o sea, hígado, riñones, asaduras, chicharrón, morcilla, huesos, etc. Que vendían unas señoras de cintura respetable con una sonrisa que invitaba a masticar cada pedazo mientas la grasa le resbalaba a uno por los cachetes. Ni que decir que no usaban guantes, gorro o tapabocas y contaban la plata con las mismas manos que manipulaban los alimentos… y que yo recuerde, en mi pueblo nadie se murió de cáncer.
Quiero dejar constancia de que comí de todo eso y mucho más, que estoy cerca de los setenta años y gozo de completa salud y no voy a dejar de comer lo que me gusta porque en las noticias decidieron que la mayoría de alimentos NATURALES son cancerígenos. Eso me lleva a pensar que es una forma solapada de anunciar todos esos productos que proliferan en la TV y que ofrecen vida y milagros y, a propósito, son carísimos. He tenido que asistir a entierros de vegetarianos, veganos y personas que si cuidan su salud mucho menores que yo.
Cuando me llegue la hora. Me iré satisfecho de este mundo porque ya lo dijo el refrán popular: “Barriga llena, corazón contento”. Quiero dejar constancia que esto no compromete a nadie de mi familia y es mi pensamiento personal, jajajajajajajajaja.
Edgar Tarazona Angel