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Soy un indigente. Pobre, sucio, grisáceo, bajo, tenebroso, valiente, cobarde, rápido, solitario y silencioso. Soy un necesitado, o miserable, que suena peor; eso dicen. En realidad no soy más (ni menos) que aquél a quien se debe ocultar, aquél a quien se teme mirar. Lo cierto es que no soy más pobre que ningún otro, sólo que yo no lo oculto, ni más triste –dentro de mis límites-, que cualquier otro. No soy sucio, mi piel y mi alma no se embrutecen más que la de tanta gente que pasa ante mí. 

Alguna vez fui Isaac. Me lo susurra todavía el viento, me lo canta el frío de las noches que nunca llegan a esa oscuridad que oculta el pasado, la que borra los recuerdos tan distanciados de lo que en realidad fue. Fui Isaac, tuve nombre propio y hasta las lágrimas eran mías. Una vida, tuve un tesoro en las manos,  un camino bajo los pies, tan fuertes entonces, tan decididos a caminar hacia ningún lugar. Y eché a andar.

Caminé con el impulso de la adolescencia atrapado en mis talones, con las ganas de vivir en el pecho y esa imperceptible ceguera que provocan los sentimientos.

Entre los sueños y la memoria, poco miedo y tanta vida, mucha niebla y el sol que ya ni ciega la mirada. Deseos en los dedos sustituyendo los jirones de vida que se desprenden de la piel; fronteras y sonrisas, a mi espalda tanto adiós, tantos ojos ya sin rostro, vivos ahora en mí, en mi mente todavía sonríen, ríen, caminan, pasean, cruzan también fronteras; las de ningún lugar.

Me perdí yo en una de ellas, caí al mar bordeando su costa, y me mezclo todavía en las olas de esta vida buscando el sol y su sonrisa, creyendo cada vez que regreso a casa, cuando he olvidado mi hogar.

Mi hogar. Era blanco, creo que lo era, o deseo que lo hubiera sido. La luz se derramaba por sus paredes, sobre los muebles oscuros jugueteaban las motas de polvo con los rayos de vida, sobrevolaban mis dedos, jugaban con ellos como ahora juego con mil diminutas luces que confunden mis pupilas.

Crecí sin hermanos a los que fastidiar y echar de menos más tarde. En los silencios de la infancia creí librar batallas, pero mientras crecía se terminaban las praderas donde ganarlas. Caminé en busca de ellas.

Siempre hacia el norte, me decía. Y a mi espalda la mirada del único regazo que me acogió apagándose cuando me dice adiós, y el rugido de mi padre negándome que lo que yo soñaba fuera cierto, muriendo ahogado en sus lágrimas.

Los hijos son propiedad del viento, decía ella, y después callaba, por no gritarse que nunca creyó que eso fuera cierto

.Ahora todo acaba. Por no regresar sin nada después de tanta ausencia, me quedé en este charco de personas tan ajenas mí, y perdí esta última batalla a manos de caminantes que deambulaban acompañados de la rabia.

Pero soñé ser feliz.

Después, tanta vida atrapada en un solo corazón, tanta sobredosis de sentir y tantas imágenes en los ojos. Tanto silencio.

Ahora he caído. El cielo me mira desde arriba, y responde preguntas sin haber escuchado de mis labios las palabras. Me mira la tierra desde el centro, desoyendo el eco de todo lo que pedí para mi vida, reclamando mis latidos. Ha surgido frente a mí el rostro de las lágrimas, con su eterno grito suplicando mi silencio. ¿Locura? Sólo he caído, demasiado tiempo en pie, demasiados corazones para un simple mortal. Se han cerrado ante mis ojos las manos apagando los colores, atrapando la vida entre los dedos. He visto junto a mí a la muerte tendida, con más ganas, con más fuerza, deseando mi vida; con palabras y recuerdos, con lo que dejo, con lo que debo, con la mirada encendida y la sangre ardiente, con los dientes oscuros tras los pequeños labios sonrientes, con el recuerdo de lo que no pedí, con lo que quise entregar, que era todo yo. Todo mi ser para el mundo, para este mundo que dibujó en sus mapas los límites de mis pasos, de nuestros pasos, y así me dejó encerrado en una celda de libertad, que es como más se siente el desamparo. Mis pies ya se cansaron de caminar, de saber que puedo llegar a cualquier lugar, porque mi alma ya ha descubierto las verdaderas fronteras de las personas.

En ésta mi noche sólo anhelo las que fueron. La luna está silenciosa, noto un diminuto abrazo entre estas sombras, la respiración de los que estuvieron y la mía, se agitan en los ojos del recuerdo los sueños, huyen de mi cuerpo los míos.  Un beso en la frente.¿Sería posible ver de nuevo la vida ante mí, sólo por unos labios? Por esta calidez de aliento que siento, si se queda a mi lado de nuevo la luz fluiría como agua de río en mis despertares, y entonces sabría que un nuevo día se despereza entre las nubes. Pero estos días se quedaron ya sin mí, esta suave brisa de otro cuerpo es pasajera, es caridad, es el abrazo que se le da a los solitarios en su último momento, la obligación de cuidar al desamparado.

Días que no engendrarán más amaneceres. Al sol le asusta colarse entre mis párpados ¿creerá él también que son tan débiles? En otro tiempo astros más grandes se atrevieron a desafiarlos. Creí vencer yo, antes pensé que ganaba, y ahora me siento derrotado sin haber tenido la oportunidad de demostrar que me queda el último aliento. Éste es mi último campo de batalla ¿por qué no huele la hierba, tal como la había soñado, regada con mi sangre, mientras yo en pie todavía empuño mi lanza de silencio?¡Llamo a éste dios de los corazones!¡Nadie me venció, sólo el tiempo, que ni siquiera fue mi enemigo! ¡Nadie me humilló jamás, no hubieron palabras, por salir de las bocas que las arrojaban, que pudieran hacer que creyera en ellas!

Y entonces, ¿quién me arrodilla? El que no escucha. Es cierto, quizás mi enfermedad, la que ahora me tumba en la nada, sea precisamente el Silencio. Miré mis manos por última vez antes de cerrar los ojos. ¿Los he cerrado, o es que la noche pretende engañarme? Pero es que todavía las veo, temblando muy cerca de mi rostro ¿por qué, si yo no tiemblo? Quién se lo ha ordenado, quién le ha pedido a mi blanca piel que cambie su color, que se agriete con surcos en los que se pierde mi razón, que caiga indolente sobre mis huesos… Yo no ordené nada de eso, ni quise permitirle a mi cuerpo que se encogiera, ni a mi espalda que se curvara; ni a mis ojos que se entrecerraran ni a mi iris que se nublara.

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