SOY UNA MUJER Y NO PUEDO DARTE UN HIJO
Desde niña, mis juegos infantiles eran cuidar a una muñeca que se parecía a un bebé. No recuerdo quién me regaló ese ser de porcelana; en esos años eran así, pero sí recuerdo el cuidado y la felicidad que tenía. Un instinto ancestral nació en mí: toda mujer lo tiene, algunas no quieren oírlo, otras lo aceptan de buen grado, y algunas pocas lo niegan.
Los años transcurrieron, esos juegos quedaron en la oscuridad del pasado, que como sabemos mueren a cada instante, y eso es un gran alivio: qué terrible sería vivir una y otra vez momentos tristes y felices; al cabo de un tiempo nos hartaría. La vida es una línea y debemos estar en cada momento en ese lugar y hora predestinada. Y por gracia de no sé quién o qué, no se repite: es única. Esa es la belleza de la existencia humana.
La pubertad llegó pronto. ¡Claro que sí! Los chicos me atraían, como a cualquier chica. Un beso en la mejilla era toda una pasión. Mi corazón palpitaba con una aceleración indescriptible.
En esos años, no era como ahora: un beso, tomarse de la mano, una mirada indiscreta, era amor, o su expresión. El romanticismo era la norma; todo era ralentizado, despacio, pequeños atisbos de eso que se sentía en el corazón.
Jamás podré olvidar lo que Richard me dijo, subiendo al segundo piso de la Collegiate School:
― Karen, ¿puedo hablarte?
Claro que mi corazón se paralizó. No tuve el coraje para contestar nada, solo seguí mi camino.
― Estoy enamorado de ti. Sé que no soy atractivo, no soy el chico más popular de la escuela, pero si de algo sirve: jamás he mirado a otra chica y jamás lo haré, aunque me rechaces.
No le respondí nada y no dije nada. Seguramente lastimé su corazón. No fue mi intención, solo que era muy tímida, la indiferencia me protegía, pero al mismo tiempo no me permitía amar.
Con los años, lo volví a ver, y nos reímos de ese episodio, aunque el sentimiento de amor aún perduraba.
La boda fue austera; Richard era mecánico de automóviles, no ganaba mucho y yo, como era costumbre en esa época, fui ama de casa.
Éramos jóvenes; todos nos preguntaban cuándo tendríamos hijos. La terrible noticia no tardó en llegar: era una mujer estéril. No podía tener hijos.
La desolación llegó a mi alma. Me sentí que no era una mujer. La oscuridad invadió mi ser.
Me sumí en la depresión, en la angustia. No poder darle un hijo a Richard fue mi peor frustración. Vi la muerte como una salida. Dejé de comer, no por voluntad, sino por fuerza: no tenía apetito. Poco a poco, me marchitaba. Richard fue comprensivo y lo aceptó, pero yo no.
¡Cuando deseaba un hijo del ser que amaba más que mi propia vida!
La mayor expresión de amor que dos seres pueden darse me fue negada. ¡Qué dolor!
Fueron años terribles. Casi destruyó mi matrimonio. Solo la comprensión y el amor de Richard mantenían la unión, muy frágil por cierto.
La adopción era un camino, pero mi corazón, tal vez un poco egoísta, no lo aceptaba. No por falta de piedad, sino por la unión de una madre con su hijo biológico: tal vez estaba equivocada, pero eso es lo que sentía en esos años.
Nos volvimos un matrimonio frío, dos seres que convivían en una misma casa pero sin el brillo y la luz del amor: sé que Richard me amaba, pero yo no era capaz de dar amor. Me había secado.
Un día, como el relato bíblico de Sara y Abraham, quedé embarazada. Tenía casi cuarenta y ocho años. Era peligroso el parto. Lo acepté y seguí adelante. La felicidad de Richard era tremenda. Al fin, sería toda una mujer.
El niño, porque era un niño, nació muerto. No sé si Dios se burlaba de mí o solo era un juguete de sus perversiones.
― ¡Oh Dios, ¿en qué te he ofendido tanto para que me castigues así! ―grité una noche de esas tantas de insomnio.
La oscuridad invadió toda mi vida. A los pocos años, murió Richard. Tal vez de tristeza o melancolía. Oficialmente fue un ataque al corazón: claro que sí, no podía ser de otra manera.
Estaba sola, tenía sesenta años. Una tarde, caminando por las calles de Nueva York, vi una niña y una monja católica solicitando ayuda económica. Como mi corazón no estaba cicatrizado, las increpé, les dije cómo un Dios bondadoso podía permitir esto, una niña huérfana, una monja pidiendo caridad.
La niña comenzó a llorar con mis gritos. De pronto, todo a mi alrededor se paralizó, se silenció. Su pelo cubría casi su rostro, sus ojos marrones llenos de vida y al mismo tiempo de desolación, perforaron mi alma. Era la primera vez. Antes no me había pasado. Tal vez los años me hicieron cambiar.
No sé si ese era mi destino, no sé si fue planeado por algún Dios malicioso o benévolo, solo sé que ese era mi lugar: ahora presido la fundación Emily Williams, que ayuda a niños sin hogar en Nueva York. No son mis hijos, son de otros, pero ayudarlos me hace bien. Estoy con ellos, los cuido, los alimento, les doy amor. Algo que estaba seco dentro de mí, comenzó a vivir. ¿Será tarde? Juzguen ustedes.