Ni conservadurismo extremo ni culto al ser humano (“Seguiré viviendo” 16a. entrega)
José nunca le ocultó a Javier su disposición a los placeres, pero en ausencia de un comportamiento hedonista que lo delatara, el sacerdote pensaba que el discurso de su amigo era locuacidad, si acaso una mera postura conceptual. Y no era cierto. Sencillamente la franqueza de José no alcanzaba para revelarle sus proezas. Acciones que hubieran afligido al religioso, pero que Joaquín juzgaba poco audaces. ¡Todo en el mundo es relativo!
Ante el tema Javier asumía la defensiva, censuraba la voluptuosidad del mundo y satanizaba tanta libertad sexual, que en su sentir era el motivo de las contrariedades con la Iglesia. «En la práctica nada importan los preceptos, pues los fieles campantemente los ignoran. Si pretenden que cambie la doctrina, será para tranquilidad de su conciencia».
–Es que la intromisión en la vida íntima fastidia –José le refutaba–. La castidad debe ser alternativa y no exigencia. Entiendo que la practicara Gandhi por un sentimiento de culpa a la muerte de su padre; comprendo que Ramón González Valencia, en otro extremo, renunciara a su aspiración de ser vicepresidente de Colombia, a cambio de que la Santa Sede lo liberara de una promesa de castidad intolerable. ¿Pero como podría aceptar que sea por imposición que se practique?
Entonces sostenía que la rigidez de la Iglesia estaba llevando a que los fieles la excluyeran de su mediación con Dios, o a que asistieran a los ritos por formalidad, y después de haber quebrantado todos los mandatos. «Hoy por hoy hay más cristianos de corazón, que cristianos practicantes». Pero Javier se mantenía en que «las reglas las pone Dios, no los creyentes».
–Las impone la jerarquía –insistía José– creyéndose que lo interpreta. Los tiempos han cambiado, han cambiado la moral y las costumbres. La Iglesia tiene la obligación de renovarse. ¿Mientras no falte al amor y a la bondad que impedimento tiene?
–Que los principios de la Iglesia no pueden ser como los trajes de los sastres, que se hacen a la medida de los clientes –el sacerdote contestaba–. La palabra de Dios no es negociable.
Y eso de la palabra de Dios era para José una afirmación inaceptable. Para él eran palabras humanas puestas en boca suya.
–¿Y dónde su palabra hace referencia a asuntos que cuando se escribieron las Escrituras no existían? –dijo José controvirtiendo.
Javier no aceptó que todo tuviera que estar escrito desde el comienzo de los tiempos para ser sagrado, y expuso que había hombres con el don de la infalibilidad, que podían mostrar a los demás la voluntad de Dios, y afirmar por ejemplo, que la anticoncepción era pecado. José, en cambio, defendió la hipótesis de que en la razón, dada por Dios, el hombre tenía el mejor instrumento para abrirse paso en las tinieblas.
–Gracias a ella no tiene el hombre que obedecer como un animal domesticado.
–La inteligencia engaña –rebatió Javier–. Hace creer a los hombres infalibles. ¿No razonan acaso los bribones? ¿Por qué todos los hombre no llegan a las mismas conclusiones? ¿Por qué existen puntos de vista tan opuestos?
–Porque la inteligencia no es la misma en todos los mortales.
–¿Entonces todos los hombres con la mismo capacidad intelectual dilucidan de la misma forma y llegan a los mismas resultados?
–No necesariamente. Una cosa es la capacidad mental y otra la elaboración del pensamiento.
–Pero una sola es la verdad.
Y sostuvo que un ser superior debía iluminar la inteligencia humana para hallarla. Pero con absolutos en la Tierra, José no comulgaba.
–Estamos dando por hecho que la verdad es conocible. ¿Pero qué es lo veraz? ¿Quién tiene la respuesta? ¿Los católicos? ¿Los judíos? ¿Los musulmanes? ¿Los budistas? ¿Acaso los agnósticos? Tantas respuestas de pronto significan que a todas las creencias las asiste un grado de verdad; porque es la honestidad en la búsqueda de lo correcto, más que el acierto en la consecución de la verdad, lo que ennoblece la conducta de los hombres.
Javier halló razón al argumento, pero se lamentó de que José no realzara la religión católico.
–¿Tan poco católico te sientes?
–Fueron la tradición cultural y la herencia familiar las que me llevaron a profesar lo que profeso. Considero a todas las creencias dignas de consideración, y a ninguna con supremacía sobre las otras. Creo que Dios es uno. Al que rezamos los católicos, es el mismo que recibe las oraciones de musulmanes y judíos. Y si de salvación se trata, la religión que se profese importará muy poco para que se abran al hombre las puertas de los Cielos. No son las religiones las buenas ni malas, ni las que hacen santos o demonios a los hombres, son los hombres los virtuosos o inmorales. Si el Paraíso es el premio por las buenas obras, sus puertas se abrirán sin importar el credo.
Había dicho lo justo, y sin embargo abrigó remordimiento. No era extraño en José que tras de ganar un pleito, entrara en un periodo de reflexión y pesadumbre, arrepentido no de sus razones, sino del eventual ultraje. Le dio pesar, pero se sosegó pensando que la irreverencia con las creencias católicas, hacía más estimables por Javier sus ocasionales demostraciones de afecto por la Iglesia.
Continuará…
El concepto de placer (“Seguiré viviendo” 18a. entrega)
Luis María Murillo Sarmiento
“Seguiré viviendo”, con trazas de ensayo, es una novela de trescientas cuartillas sobre un moribundo que enfrenta su final con ánimo hedonista. El protagonista, que le niega a la muerte su destino trágico, dedica sus postreros días a repasar su vida, a reflexionar sobre el mundo y la existencia, a especular con la muerte, y ante todo, a hacer un juicio a todo lo visto y lo vivido.
Por su extensión será publicada por entregas con una periodicidad semanal.
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