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El hombre pelirrojo comía un bocadillo mientras miraba distraídamente el panel donde más de cincuenta monitores pasaban símbolos y datos numéricos en una tediosa sucesión que convertía su trabajo en lo más parecido a una condena.


La Unidad de Chequeo y Control de Limpieza de la Red Estatal se encontraba en el duodécimo sótano del Ministerio de Defensa del Estado Comunitario. Exploraba ininterrumpidamente todos los archivos de la Red Estatal de Informática para detectar la entrada de virus en el Sistema. Diariamente se colaban en la Red una media de ochocientos virus de los que más de seiscientos eran desactivados por las rutinas del Sistema Automático de Seguridad. El resto quedaban registrados y se enviaban a una unidad especializada, el INFDEC, cuyos miembros, expertos en Informática y Decodificación los aislaban, estudiaban y destruían tras archivar una copia de seguridad.


Los virus que no eran desactivados automáticamente, “in situ” se clasificaban en cinco grupos: los cuatro primeros eran variaciones de complejidad creciente mientras que en el quinto se incluían aquellos que por lo novedoso o por lo virulento de su actividad constituían un serio peligro para la seguridad de la Red. Se les llamaba “épsilon”  y su prioridad de envío al INFDEC era de “grado uno”, la mayor. De éstos aparecían una media de dos por año.

Aquella noche el pelirrojo se lamentaba de su suerte mientras arrojaba a la papelera los restos del bocadillo y apuraba el último sorbo de zumo de frutas o lo que fuera aquella mierda. Podría haber estado con su novia. Había una fiesta en casa de unos amigos y ella estaría allí. Música, cerveza en cantidad y todo tipo de pastillas. Había intentado cambiar el turno pero el Departamento de Seguridad era muy estricto y nadie quiso saber nada. “Él —pensaba—, lo hubiera hecho pero la solidaridad no era algo que abundara en este asqueroso mundo”. Pensó de nuevo en su novia. “¿Qué estaría haciendo?”. Soltó una palabrota entre dientes y abrió otro brick de zumo. “¡Si, al menos pudiera beber una cerveza!”, pero estaba prohibido. Nada de alcohol en el trabajo. Se bebió el líquido de un trago. Los sistemas acondicionadores de aire funcionaban bastante precariamente y con todas las máquinas en marcha, el calor del local le producía siempre mucha sed. Miró de nuevo a las pantallas para ver pasar una y otra vez los mismos símbolos y números.


Un agudo pitido acompañado de un apagón al tiempo que la sala se llenaba de una luz roja sobresaltaron al controlador.


— ¡Mierda! —exclamó mientras se levantaba de un salto de la silla giratoria.


Se colocó el transmisor junto a los oídos, se acercó a toda prisa al teclado para desactivar el receptor de voz y tecleó una serie de instrucciones al programa de rastreo para acotar el virus. Pulsó un botón.


— Epsilon en control trescientos uno —habló por el transmisor—. Repito: Epsilon en control trescientos uno. Envío inmediato.


Continuó tecleando instrucciones y al cabo de menos de un minuto regresó la iluminación normal y cesó el pitido, señal de que el envío había llegado a su destino. Registró la alarma y regresó a su tedioso trabajo.


El envío no viajó mucho. Su destino se encontraba quince plantas más arriba, en la segunda del edificio. Se podría decir que las personas que trabajaban en el INFDEC eran unas privilegiadas en relación con sus compañeros de la Unidad de Chequeo y Control. Al menos disponían de una ventana.


 — Ha llegado un épsilon.


La que había hablado, la doctora Natalie Fisher, era la experta en decodificación del turno. Tenía treinta y cinco años y se desenvolvía con los códigos informáticos como si fueran su lengua materna. Junto a ella, el Doctor Armand comenzó el proceso de contaminación. Se trataba de infectar con el virus un programa especial de experimentación creado en el laboratorio del INFDEC para estudiarlo e intentar desactivarlo.


— Vamos allá —dijo.


 Mientras tanto, el pelirrojo ya no estaba aburrido. Pensaba en el épsilon. Era un aliciente. Sólo había detectado otro, seis años antes. Detectar un épsilon daba otro aire a quien lo hacía. Era como si te tocara la lotería, aunque sin premio. Había gente que nunca había detectado uno. Abrió un envase de té helado y se repantingó en la silla. La comodidad no le duró mucho tiempo. No había pasado un cuarto de hora desde la  alarma cuando ésta sonó de nuevo.

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