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La estación de Ávila

 

         La estación del tren de Ávila está profundamente grabada en mis recuerdos. A ella solía venir paseando muchos domingos por la tarde, excepto en el verano, con mis abuelos o con mis padres. Solíamos venir entre las 5 y las 7, a una hora en que venían varios trenes de Madrid o del norte (Bilbao, Gijón, Santander, Irún, Coruña, Vigo). Aquí tenía lugar un acontecimiento asombroso, casi mágico para mis ojos de niño, aquí los trenes  cambiaban de máquina. Las locomotoras eléctricas que venían de Madrid se cambiaban por las de vapor y las de vapor que venían del norte se cambiaban por las eléctricas.

 

Me llenaba de asombro ver como el obrero (me parece que se llamaba factor al que hacía ese trabajo) se colocaba en medio de las vías, junto a los vagones, y esperaba que la máquina se acercase lentamente para engancharla; pensaba que la máquina le podía atropellar, y eso me daba un cierto miedo. Otros operarios iban con unos martillos de mango muy largo golpeando las ruedas y los frenos. Era algo que no sé porqué se hacía, pero eso formaba parte del rito de la estación.

 

Las máquinas de vapor me parecían como enormes monstruos, echaban humo por arriba, por la chimenea, y por la parte de abajo de ambos lados. Sus ruedas eran grandísimas y todo en ellas me daba sensación de fuerza y de poderío. Veía con cierta envidia a los maquinistas y fogoneros que constantemente estaban viajando y viendo nuevos paisajes y nuevos lugares; de mayor quería ser maquinista para poder viajar mucho y muy lejos, pues Bilbao, Gijón, La Coruña, eran ciudades que estaban muy, pero que muy lejos.

 

Las máquinas eléctricas eran de otra manera, eran como más domesticadas, como más fáciles de manejar; para mí no tenían el encanto ni el misterio de las de vapor.   

 

Desde entonces, desde que era niño, me ha gustado mucho ir a las estaciones del tren. En muchos países y ciudades, cuando he podido, me he acercado a la estación de ferrocarril para ver los trenes, y siempre me he sentido a gusto, siempre me he sentido como en un lugar muy familiar.

 

Con bastante frecuencia vengo a pasear a la estación de Ávila. Hoy veo a una niña de 3 ó 4 años que pasea cogida de la mano de  su abuela. Va mirando todo: la máquina blanca y gris del tren de mercancías; el tren de cercanías blanco y rojo de dos pisos; el vagón de arreglar el tendido eléctrico; a los viajeros que esperan el talgo; a los que pasean; a los que estamos sentados. Cuando llega el tren, sin soltarse de la mano, se echa un poquito para atrás. Cuando el tren se va dice adiós con su manita, y pone esa ilusión y ese entusiasmo que sólo un niño pequeño puede poner; pero no veo  que nadie la devuelva el saludo.

 

Se encienden las luces. El campo empieza a oscurecerse. Los trenes llegan iluminados y me parecen más fugaces que cuando es de día, me parecen como si fuesen más etéreos, más volátiles, como algo que se escapa fácilmente de entre los dedos, y que al hacerlo deja una sensación agridulce en nuestro interior.

 

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