La vida tiene sus cosas bien raras y de Dios ni hablar, nos pasamos gran parte de nuestra vida buscándolo en el inmaculado templo y nos basta un mínimo de segundo para encontrarlo en el más vulgar prostíbulo.
Yo no he sido jamás una persona desamparada o desprotegida, de manera totalmente inconsciente he vivido segura, salvaguardada y abrigada en todo instante de mi vida. No obstante, la anécdota que narro a continuación me obligó a encontrar a Dios en un lugar inimaginable.
Eran más o menos las 11 de la mañana del jueves, yo iba llegando al supermercado cuando se escuchó un tiroteo cercano. Obviamente y sin pensar ni razonar me entré a la primera puerta que encontré abierta, inmediatamente llegó un señor ya mayor, con gafas y un poco gordo, y cerró la entrada buscando protegerse del tiroteo callejero. Una vez dentro de aquel negocio me sentí a salvo, sonreí e inspeccioné el lugar.
Yo no me había dado cuenta de la oscuridad y el bullicio que se vivía en el sitio. Tan solo me percaté de que me encontraba en un burdel cuando prendieron las luces y veo a unos hombres mal trajeados bebiendo con unas mujeres sentadas en sus piernas, en peores condiciones que ellos; cuando apagaron la estruendosa música únicamente se escuchaba un ruidoso besuqueo entre aquellos hombres y mujeres a quienes no les importaba que yo fuera testigo de su momento de pasión y lujuria. A mí tampoco me importó saberme, por primera vez en mi vida, en una casa de lenocinio porque: “Dios estaba allí conmigo, protegiéndome, como lo ha hecho toda mi vida así yo no me hubiera dado cuenta hasta hoy…”.
Aunque para mí debió pasar mucho tiempo esto no puede haber sido más de 1 o 2 minutos. Cuando se escuchó el ruido de las puertas de los negocios cercanos que se empezaban a abrir, el hombre mayor se acercó y mientras abría la puerta me dijo: “y… si la dejo para mi solito?”. Salí rápidamente y al pasar por el lado del hombre tan solo atine a sonreír mientras le dije “Dios le pague por su hospitalidad…”