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       No sé en qué año, a qué hora, en que semana de cual mes y en que minuto una música llena de connotaciones del África negra y  lejana se metió en mi cuerpo y, cosa curiosa, aprendí a bailarla, bastante bien, dicen; al comienzo fue la Sonora Matancera, La sonora Ponceña y otros grupos de Cuba, de Puerto rico: Héctor Lavoe, Jhonny Ventura, El Trío Matamoros, Alfredito Linares, Willy Colón, el panameño Rubén Blades, Los hermanos Rodríguez, La Fania All Stars, el venezolano Cuco Valoy, El Gran Combo de Puerto Rico... no joda, el sonido bestial, las descargas de adrenalina y todo el cuerpo en tensión, los pies marcando el ritmo y el corazón a toda mierda; aquí se toma la pareja por ratitos, se pegan los cuerpos y se alejan, se entrelazan, se tararean las canciones: “ Por la esquina del viejo barrio lo vi pasar...”, iba a un baile y me importaba un soberano culo lo que pensaba la gente, entrecerraba los ojos y mi cuerpo se volvía parte de la canción y el tiempo pasado se quedaba entre los muertos y yo no me explicaba cómo había podido dejar pasar tanto tiempo sin el placer de la danza, la vieja Celia Cruz, Richie Rey, Rey Ruiz, Rubén Blades y aparecen en Colombia los excelentes Niche y Guayacán... y el alma en el quinto cielo, bendito sea el Dios de la música.

         Me dejé llevar por el entusiasmo y pegué un brinco como de veinticinco años, que carajo, esto es mío y puedo escribirlo en el orden que se me venga en gana, gracias...En mis primeros años de trabajo (empecé en 1967) me aficioné al billar y en todos los sitios o cantinas se escuchaba la misma música: boleros, tangos, valses arrabaleros, música mejicana y otra música que después se ubicaría en dos géneros que se denominaron carrilera y despecho; en otros sectores de la patria música guasca y en Boyacá la pegajosa música carranguera con el genial Jorge Veloza. Cuando llegaron mis primeros despechos amorosos los cantantes de mis infortunios fueron Oscar Agudelo, Olimpo Cárdenas, Carlos Gardel, los Panchos, Julio Jaramillo, María Luisa Landin, Leo Marini, Daniel Santos y otros que irán saliendo a la hoja en la medida de mis necesidades narrativas. El dolor de la traición se hacía cómplice de la letra: “Ódiame por piedad yo te lo pido/ ódiame sin medida ni clemencia...” “Si hasta en mi propia cara, coqueteabas mi vida, que será a mis espaldas y yo preso por ti” decía Javier Solis, y afloraba la arrogancia de lo que uno quiso decirle a la ingrata y no se lo dijo: “No me amenaces, no me amenaces/ si ya estás decidida a dejar mi cariño/ pos agarra tu rumbo y vete...” roncaba José Alfredo y entre tacada y tacada de las tres bolas sobre el paño verde me sonaba los mocos y los ojos se me humedecían dañándome la siguiente jugada.

         La música de cafetín llenó mi parte emocional de una cantidad exorbitante de sentimientos negativos: todas las relaciones que cantan en la música popular tienen unos conflictos pasionales de todos los demonios; la traición, la infidelidad y el engaño son normales en las relaciones de pareja; la venganza hace parte del amor y el desengaño por la infidelidad no se deben perder: “ Que hiciste de mi vida/ qué fue de tu pasión/ dejaste una herida, aquí en mi corazón...”, además, el licor es la solución inmediata para todos los males del corazón: “ Eche amigo, no más échela y llene/ hasta el borde la copa de champán/ que esta noche es de farra y alegría/ y el dolor de mi pena quiero ahogar...”. Todas las mujeres eran traidoras, según las letras de las canciones, y no valía la pena amarlas al derecho, siempre debía uno guardarse el beneficio de la duda para conservar la salud mental.

         Para mi fortuna, en mi pequeño apartamento tenía un tocadiscos donde escuchaba “la otra música”, que era otro de mis sancochos sonoros: de Beethoven tenía la Quinta, la Novena y el concierto No 3, El emperador; Valses de Chopin, Conciertos brandemburgueses de Bach, Las Estaciones de Vivaldi, muchos valses de Strauss, un LP de Leonardo Fabio, discos compactos de Roberto Carlos, Leo Dan y otros cantantes juveniles; Música de The king Elvis y The Beatles; boleros de Los Panchos, Nat King Cole y otro poco que no recuerdo. Los discos compactos eran unos acetatos en miniatura  (un poco más grandes que un CD actual con una canción por cada lada y en 45RPM); cada grupo o cantante que recién comenzaba los lanzaba al mercado como prueba, si la venta era exitosa, la casa disquera se arriesgaba a grabar un LP. Hijuemadre, casi se me olvida, algún día me causó curiosidad y compre un LD de Los Yetis, un grupo antioqueño de rock, con Juan Nicolás Estela a la cabeza que tenían la música de los Beatles pero en versión español y a mí me gustaban los malditos aunque a muchos no les pareciera.

        Estoy en mis diecinueve años, con trabajo y dinero en el bolsillo y demasiadas ganas por gastarlo. Como la abundancia no fue la constante en el hogar paterno, aunque no nos faltó nada, el deseo por las cosas superfluas me ahogaba pero, al mismo tiempo, me frenaba una cierta sospecha de que las buenas épocas no duran, de manera que deseaba tener toda la música del mundo y, al mismo tiempo, no gastarme inútilmente la plata, la respuesta llegó por boca de uno de mis pocos amigos: Rodrigo Tibaquirá López, de una familia bien pobre y con quien había estudiado toda la secundaria: “ Como a usted no le gusta mucho la música de moda, pues compre discos en realización...” Esa era, por el mismo precio de un LP de moda  que estuviera sonando en las emisoras y en todas las casas yo podía comprar cinco, seis y hasta más discos añejos; en especial de música clásica, que tristeza, a lo largo de toda mi existencia descubrí que la música que menos se vende y se encuentra más barata es la de los grandes maestros.

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