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       En la memoria tenía un revuelto de Música Sacra Gregoriana, Mozart, Strauss, José Alfredo Jiménez, Pedro Infante, Garzón y Collazos, Carlos Gardel, Toña la Negra, Agustín Magaldi, Luis Ariel Rey y tantos otros; cuando estaba solo cantaba tangos, boleros y unas rancheras con grito incluido que asustaban a mi abuelita y a la muchacha del servicio.        En el colegio parroquial San Pío X donde estudié mi primaria teníamos un profesor de música llamado Miguel Romero de quien aprendí los primeros rudimentos de solfeo y canto, unos cánones que, por esas fechas, me parecían aburridísimos pero que me afinaron la voz; por el mismo conducto aprendí los elementos de la gramática musical y participé en el coro del colegio, siempre con canciones del interior del país y otras italianas, creo, que aún recuerdo: Funiculí, Funiculá; Santa Lucia, que decía algo así como sul mare lúchica, astro sarmento, pláchida elondra, próspero il vento...; y canciones como Hurí, el Bunde tolimense, la Guabina santandereana y tantas otras.

       Fuera del colegio me contagiaba la música mejicana, los tangos argentinos y música que se bailaba en los bailes de pobres: Guillermo Buitrago y Bovea y sus vallenatos.

        Cometí una equivocación al afirmar lo de la energía eléctrica durante tres horas, realmente en los días festivos se aplicaba la norma de los domingos, lo mismo los miércoles, día de mercado y cuantas fiestas se inventaban el curita o el alcalde de turno. Mi bagaje musical, ayudado por una excelente memoria me hacía cantar durante mis horas de soledad: Solamente una vez, Bésame mucho, La calandria, Mil kilómetros, Clavelito, El pescador, Mi Buenos Aires querido, en una mezcolanza de géneros y de países que yo parecía la ONU de la música folklórica en un cuerpo de niño. Cuando sentía que alguien me escuchaba quedaba mudo, en una mudez total y desamparada.

       Cuando llegué a los diez años se hizo la luz, mejor dicho tuvimos en el pueblo doce horas diarias de fluido eléctrico, desde las nueve de la mañana hasta las nueve de la noche, toda la semana, mejor dicho de domingo a domingo, y, por si fuera poco, llegaron aparatos de radio de tamaño más pequeño ( que, sin embargo eran grandes) con una caja enorme y como seis botones para cambiar de emisora, para el volumen, para onda larga, corta, mediana y qué sé yo que más, en onda corta se podían escuchar emisoras de más allá del carajo que nunca supe donde quedaba pero así decían los mayores para indicar que era muy lejos. Además de la Radio Nacional, ya nombrada, llegaron Radio Sutatenza, La Voz de la Víctor y Radio Santa Fe con mayor variedad de música pero seguía primando la del interior de Colombia, la mejicana y boleros; bueno, también los tangos argentinos que les encantaban a los viejos de cuarenta años en adelante, los campesinos se inclinaban por los corridos y rancheras y yo... pues escuchaba y cantaba de todo. Como esto tiene por objetivo exorcizar demonios del pasado y añoranzas lejanas puedo ir a saltos en el tiempo.

       En el internado teníamos un bendito televisor en blanco y negro, bueno, es un decir porque en todo el país estos aparatos eran lo mismo, el color llegó muchos años más tarde; en ese dichoso aparato veíamos todos los días, si el director de internos lo permitía, un programa llamado El Club del Clan, de donde salieron la mayoría de estrellas juveniles de Colombia: Harold Orozco, Oscar Golden, Claudia de Colombia, El Culebro Casanova, y otros que por el momento no recuerdo. Era solo media hora pero los muchachos de la Nueva Ola no lo perdíamos por nada del mundo, los pueblerinos o “campeches”, como les decíamos despreciativamente, no miraban esa “basura” y nos criticaban con bronca, lo que ocurría era que las opiniones tan divididas tenían profesores que se alineaban en cada uno de los bandos y eso evitó que las cosas pasaran a problema mayor. Todos teníamos un problema cómico y era que nos moríamos por la música moderna pero en los paseos y reuniones familiares cantábamos todas las canciones de los viejos porque nos las sabíamos de memoria. En especial todas las del viejo José Alfredo Jiménez y algunas de sus coterráneos Pedro Infante, Jorge Negrete y Antonio Aguilar… vayan viendo.

      Mi amigo Jorge, además de ser un bailarín consumado, era un melómano de aquí a Cafarnaúm... y cantaba el maldito. Sabía de memoria todas las canciones de los corraleros y ahí por derecha, todas las de la Nueva Ola, tenía como tres cuadernos con las letras y me los prestaba para que yo las copiara, allí me las aprendí y aún recuerdo muchas: La plaga, Cariño malo, El rock de la cárcel, Despeinada, Señor apache y muchas, muchas más. Uno de los cuadernos se me extravió y que problema tan berraco, casi se termina la amistad y me tocó comprarle uno nuevo y pasarle las canciones, agregándole dibujos, que en eso si le ganaba yo.

       En los largos años del internado una de las distracciones predilectas de los internos los sábados y domingos era el cine; en Zipaquirá había tres salas y no era difícil escoger porque en las tres parecía que se ponían de acuerdo (olvidaba decir que por la época las películas llegaban con meses de atraso a Bogotá, a los pueblos hasta con años de retardo) y pasaban los mismos géneros hasta el cansancio; bueno, el revuelto cinematográfico era un circo completo de géneros y en mi mente juvenil quedaron: Joselito, Rocío Durcal, la indigesta Marisol, Pili y Mili, Todos los mexicanos de la Nueva Ola, Viruta y Capulina, Tin Tan, Cantinflas, Santo el enmascarado de plata, hijuemil películas del oeste americano, muchas filmadas en Italia (Las llamaron películas espagueti o macarroni), comedias de varios países, en especial las italianas con la hermosa Sofía Loren y las otras viejas que nos alteraban los sueños y la inocencia a los adolescentes de la época: Gina Lollobrígida, Silvia Koscina... También hubo muchas lágrimas con Marcelino Pan y vino. Algunos me entenderán cuando les nombre a Isabel Sardi y a Libertad Leblanc.

        Bueno, con Jorge y otros muchachos de Bogotá, llegó la fiebre de la Nueva Ola que nos llenó de inquietudes a un gran porcentaje de adolescentes de la Escuela Normal Superior para Varones de Zipaquirá (así rezaba el nombre completo), los pequeños radios de transistores hacían su furor por todas partes y, aunque era prohibido tenerlos, nos las ingeniábamos para escuchar las emisoras que transmitían nuestra música, vale decir lo que se dio en llamar música moderna, música de la nueva ola o música del demonio como decían muchos adultos, entre ellos mi madre, y estoy hablando de todos  los ritmos que entraron a formar parte de la historia universal de la música y que irrumpieron como una marejada saludable en las cabezas juveniles inquietas; los obedientes y disciplinados continuaron escuchando la eterna música de sus antepasados; yo luchaba entre los sonidos de mi infancia y la estridencia del Twist, El rock´n roll, el bosanova, el surf y otros que llegaron a quedarse y se esfumaron para siempre; de la misma manera, para los muchachos románticos, aparece la balada, que tiene letras sumamente tiernas que hacen suspirar a las niñas pero se aleja mortalmente del bolero de los antepasados.

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