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El Rosario

En esos tiempos eran solo tres misterios: gozosos, dolorosos y gloriosos. En el mes de mayo el pueblo se distribuía por cuadras o por familias y cada día le correspondía a un grupo decorar el templo de la mejor manera para superar lo de los anteriores y tratar de no ser superado por los siguientes; había decoraciones extraordinarias y, en la lejanía de los años me admiro de cómo hacían sin los recursos tecnológicos de ahora. Las señoras se las ingeniaban para iluminar las naves y los altares a punta de velas y veladoras, con cirios benditos, angelitos en cartulina y telas de mil colores donde destacaban el blanco y el azul, colores de la Virgen.

Los grupos adinerados gastaban grandes cantidades de la época en pólvora y algunos hasta se permitían juegos pirotécnicos después de la ceremonia. Hasta se daba tinto para el frío de la noche y por debajo de la ruana uno que otro traguito de aguardiente sólo para los caballeros que asistían a esta ceremonia, muy pocos por cierto. Los otros observaban los juegos de chispas y truenos desde las puertas de las pocas tiendas que permanecían abiertas a esa hora: siete de la noche.

 

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