Un día acompañé a mi amigo Raúl al médico para que sometiera a revisión su joroba. El vestíbulo del dispensario era una algarabía de niños, varios de ellos chillaban y correteaban entre los asientos de pacientes en espera. Habría que cortarles las cuerdas vocales en el momento de nacer; de este modo, sus hijos nacerían mudos y podríamos disfrutar de varias generaciones de ciudadanos incapacitados para decir estupideces. Cosa que produciría un aumento en el nivel intelectual de la sociedad, además de fomentar el lenguaje por signos utilizado por los sordomudos. Expresó Raúl, hastiado.
Raúl odiaba a los niños debido a su joroba, siempre fueron muy crueles con su defecto, durante su infancia y también entonces, en su etapa adulta. La evolución no funciona así, le dije. Los caracteres adquiridos no son hereditarios, ya se trate de unos buenos bíceps o de una extirpación de cuerdas vocales. Entonces, ¿cómo funciona?, me preguntó desde el incómodo asiento del dispensario. Cada mitosis celular obliga a realizar una nueva copia en los impresos de información genética con los que está pertrechada toda célula, con objeto de que la división resultante esté provista de su propia receta; pues en eso consiste la secuencia de cromosomas. Todo copista comete errores, ya sea un anciano dedicado a la difusión de historias orales o el operario especializado de una imprenta. Cuantas más copias, el fallo se acrecienta. El error acumulativo es el ariete que utiliza la evolución para reventar las puertas del conservadurismo morfológico, al que se aferra toda criatura. A estos errores se les conoce como mutaciones. Los errores son casuales; por tanto, ¿me estás diciendo que toda la complejidad del mundo vivo se debe a la casualidad?, se enfrentó Raúl a mis argumentos, con un deje de indignación. Mi amigo es un pelín místico, cree que su infortunio tiene que tener algún sentido, que un día emergerá de su joroba algún tipo de influencia divina. Es cierto, las mutaciones son casuales; pero el hecho de que sus alteradas características se perpetúen a través de las generaciones no depende en absoluto de la casualidad. Es falso que el evolucionismo defienda la posibilidad, como sostienen los creacionistas, de que un tornado pueda sacudir los hierros de una chatarrería hasta formar la compleja estructura de un Boeing 704. Las mutaciones pasan por un cedazo que no está en absoluto regido por la casualidad: la selección natural. ¿Algo así como la prueba de acceso a la universidad?, se cachondeó Raúl. Algo así, las mutaciones contraen, de forma implícita, una división entre unidades genéticas recesivas y dominantes. La selección natural favorece la integración de las mutaciones a un sistema ambiental dominado por las leyes de la adaptación. A mayores posibilidades de supervivencia, el gen dominante establece su hegemonía dentro de la herencia genética de un grupo determinado. A menores posibilidades, el gen pasa a ser recesivo. ¿Mi joroba sería el efecto de un gen recesivo? Probablemente. ¡Puta madre!, exclamó. Ya podía haberse quedado en el cedazo. Raúl mantiene una relación amor-odio con su joroba. Lo hará, le respondí. Puesto que tu “característica” no pasará a la generación siguiente. A no ser que, por una extraña moda, los jorobados se conviertan en atractivos para las mujeres. Tengo esperanzas, en una versión alternativa de la novela de Víctor Hugo, Quasimodo se tira a Esmeralda. Ignoré el chascarrillo. Esas modas existen en la naturaleza: son los cambios ambientales. Tales cambios pueden provocar que un gen dominante pase a ser recesivo, y a la inversa. ¡Ejemplos!, ¡dame ejemplos para que pueda entenderlo!, clamó. Las moscas son portadoras de un gen recesivo que provoca que algunas de ellas nazcan sin alas. En condiciones normales, una mosca sin alas no llega muy lejos. Tiene mayores dificultades para conseguir comida y huir de sus depredadores. Claro, imagínate cómo hará para ir de una mierda a otra, me interrumpió el colega. Por tanto, vivirá menos tiempo y cubrirá menos hembras. Su gen sin alas continuará siendo recesivo. El reverso de esta historia, es el hecho de que algunas moscas llegadas a pequeñas islas del Pacífico dominadas por fuertes vientos, comprueban como la mayor parte de sus congéneres pierden sus alas y pasan a llevar una vida en tierra. Allí las “raritas” son las moscas capacitadas para el vuelo. ¿Y por qué motivo alguien en su sano juicio renunciaría a su carné de piloto para quedarse en tierra, aunque ostentase el juicio de un insecto?, preguntó Raúl, jocoso. Fácil, alguien temeroso de ser arrastrado mar adentro durante un vuelo operativo, de ser golpeado contra el agua y ahogado sin remisión. Esas moscas sin alas son un salto evolutivo que, con el acumulo de modificaciones genéticas, de errores en la copia, generará una nueva especie que poco tendrá que ver con los insectos que nos mosquean en verano, añadí, contaminándome de su carácter burlón. Las mutaciones son casuales, pero su repudio o asimilación, por parte de poblaciones animales o vegetales, pertenece al ámbito de lo causal. Es decir, las causas provocadas por los cambios ambientales harán que determinadas características genéticas prosperen o escaseen dentro del acerbo genético de cada grupo. En todo cuanto se refiere a bichos, eres un “poso” sabiduría, sentenció. Sí, las bestias se me dan bien.
Pasados los años, aquella conversación con mi amigo jorobado volvió a mi memoria. Tuve un hijo sin cuerdas vocales. Un gen recesivo, pensé. Pero, tras otro siguiente acopio de años, cual no sería mi sorpresa cuando tuve un nieto también desprovisto de las susodichas. Un día, tras una discusión familiar, la gestualidad en este tipo de discapacitados se acrecienta con la crispación, los tres quedamos tuertos cegándonos un ojo unos a otros sin pretenderlo. Es de esperar que el hijo de mi nieto nazca tuerto, además de sin cuerdas vocales. Y para completar el cuadro, cada día estoy más afónico.