Permanecía sentado en esa imponente y gran silla que ocupó durante años frente al escritorio de madera fina vencido por el gran peso, parecía ajeno e inmune a lo que sucedía a su alrededor, a lo lejos, se escuchaba el eco de las voces, lejanas todavía pero presentes.
Su vista estaba perdida en el horizonte, antes, en ese punto se levantaba un muro repleto de títulos, reconocimientos y diplomas que ahora estaban dispersos y rotos junto a los escombros de la oficina desbaratada. A su derecha, debajo del gran archivero labrado en el que almacenaba concienzuda e impecablemente las carpetas con los documentos de cada nuevo negocio realizado se encontraba el cuerpo ensangrentado y sin vida de Bertha, la regordeta y eficiente secretaria que soportó estoicamente sus gritos y maltratos diarios.
Cuando el terremoto comenzó estaban trabajando en la redacción de unos documentos. Al principio fue como un mareo, después la agitación se intensificó, fue entonces cuando se levantó gritándole a Bertha, que se había quedado petrificada por el terror, que se moviera, que salieran de ahí enseguida. Se levantó del sillón en el justo momento en que el techo se desplomó sobre ellos, la viga que lo soportaba se partió en dos y una de esas mitades fue a caer justamente sobre su cintura sentándolo de nuevo con furia en la silla. A simple vista podían notarse las dos piernas quebradas debajo de ella. Los cimientos del edificio continuaban crujiendo escalofriantemente, era como escuchar el chirrido de los huesos de un esqueleto al chocar. Gritos, cosas cayendo, cristales estallando, cables de luz detonando…las carcajadas de Satán en pleno.
Fue entonces cuando visualizó el cuerpo de Bertha sin vida, quiso gritar pero no pudo, estaba atrapado desde su centro. El fuerte librero detrás de su escritorio fue quien lo salvó de acabar hecho pedazos entre los escombros al quedar en plano inclinado frente a otras tablas salidas de quién sabe dónde. Quedó justamente debajo del hueco entre ellos. Golpeado, con el rostro bañado en sangre y esa viga pesada sobre su cintura instalada encima de sus piernas. Ni siquiera gritó. Seguramente la contrición, el traumatismo, la sorpresa o todo junto lo mantenían anestesiado porque nada le dolía a pesar de la dramática visión de sus piernas destrozadas.
Quería pensar en algo, pero tenía la mente en blanco. Recordó a su madre en esas lejanas noches en que las pesadillas le impedían conciliar el sueño: “Piensa en cosas bonitas” le decía ella. ¡Pensar en cosas bonitas! Hace mucho tiempo que lo bonito no era una constante en su existencia. Vio pasar su vida pasaje por pasaje, Niñez, infancia, adolescencia…Mariana…ese ángel de trenzas castañas que tenía la capacidad de sonreír e iluminarlo todo. Mariana sí que dolía, lo mantenía eternamente con la punzada al rojo vivo en el corazón, era una imagen que a veces se perdía, desaparecía de su mente hasta casi hacerlo enloquecer. Pero entonces, se quedaba quieto, respiraba hondo, se concentraba y aparecía nuevamente el cabello castaño como una cascada dormida, los ojos de avellana mirándolo con dulzura, la boca rosada sonriéndole con amor como si aún tuviera vida, pero no, no existía más. Mariana voló como un ave silvestre perdiéndose en la inmensidad del firmamento, dejándolo siendo casi un niño completamente solo, con el corazón paralizado…y nunca, después de aquello, fue capaz de amar a ninguna otra mujer.
Quería llorar pero las lágrimas no brotaban, se estaba secando por dentro, lo apreciaba tan claro como sintió desde entonces en su alma la más angustiante soledad. Tuvo amigos por montón ¿Amigos? No, no eran amigos, solo acompañantes de un instante breve por conveniencia. ¿Amores? Muchos. No, tampoco podían llamarse amores, fueron solo sombras de una pasión, un gozo espectral tan diluido como una sombra, y nada más. Pero si tuvo, en cambio, un dueño, un patrón implacable que lo envolvió y sometió desde el primer instante: el dinero, la codicia, la ambición. Y por un buen fajo de billetes hizo tantas cosas indebidas, inmorales, casi escandalosas. Ahora, frente a la destrucción ocasionada por la trémula furia de la tierra se preguntaba ¿De qué me sirvió tanto dinero? Miraba aquel escenario que fue durante tantos años un refugio financiero, un palacio, un trono que en segundos se hizo polvo sin remedio. Y sí, en ese momento de su existencia tenía mucho, mucho dinero pero sin amigos, sin amores, sin fe en Dios alguno, sin hijos –por lo menos que él supiera- ¿Había vivido entonces? Sí, vivió hasta que Mariana murió, lo demás fue solamente sobrevivencia.
Hacía tiempo que los ruidos de la tragedia habían cesado, la vista se le había nublado. ¿Cuántas horas habrían transcurrido ya? Con gran esfuerzo movió la cabeza lo necesario para observar a Bertha ¿Quién era Bertha? Tampoco lo sabía, nunca se tomó el tiempo para averiguarlo, jamás le importó a pesar de que era una mujer bondadosa y paciente. Sintió ganas de pedirle perdón, pero no podía despegar los labios, tenía sed, mucha sed, la boca seca, las venas frías y el alma hueca.
Por un instante breve, brevísimo, pudo captar la luz que entró cuando los escombros comenzaron a ser removidos, la intensidad lastimó sus ojos, aún así intentó mirar, no distinguía los rostros a consecuencia del humo y el aturdimiento, solamente reconocía las siluetas de los rescatistas. Uno de ellos se acercó a Bertha, después a él. El hombre lo tocó pero ya no sintió el calor de aquella mano lastimada y sucia de tanto luchar con cascajos y piedras. Se sintió aterrado, aún así permaneció quieto, respiró hondo, se concentró…y se alegró mucho cuando advirtió la presencia de la mujer detrás del paramédico, era hermosa como una princesa, pura como un ángel, casi una niña…
Y Mariana extendió la mano invitándolo a salir con ella, él la tomó con gran felicidad levantándose sin problemas de su prisión a pesar de la viga en sus piernas fraccionadas. Así, tomados de la mano, salieron flotando.
Elena Ortiz Muñiz