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El cristal en el ventanal del consultorio me devuelve el reflejo de mi propia imagen, miro ese rostro envejecido a fuerza de tanto estudiar, de noches interminables y desquiciantes en vela aprendiendo, repasando, tratando de comprender y de memorizar. Mi  vista vagabundea registrando los detalles de esta bata inmaculada, advirtiendo la delgadez de mi cuerpo, las manos  hábiles para explorar pero tan vacías de otras manos, de otro cuerpo, de otra alma…

Dejo en paz mi figura y  observo ahora lo que se ve del otro lado del cristal. Más allá de la plaza, más allá de la gente sentada en las bancas que mira con indiferencia la destrucción de la antigua estación del tren. Después vendrá  la construcción del gran centro comercial cuyos anuncios publicitarios prometen que traerá prosperidad. Miro la maquinaria pesada quitando en un santiamén todo aquello que estorba, el ejército de hombres congregados ocupados ahora en sacar las bancas de madera, los objetos medianos que pueden rescatarse aún pero que igual son arrojados al camión de los desechos. Imagino el centro comercial terminado, con sus acabados contemporáneos que seguramente chocarán con la sencillez del poblado y su desenfado natural. Sin poder evitarlo comienzo a llorar.

Pero no lloro por mi envejecimiento prematuro ni por mi desdicha interna, tampoco por la ruptura estética que terminará por sepultar la naturaleza del lugar cuyas calles adoquinadas, siempre tranquilas, se verán en breve atiborradas de automóviles. Tampoco lo hago por  las tejas de barro que sobresalen de los tejados y que  se perderán irremediablemente detrás de anuncios descomunales cuya luz neón captara la atención de  todo aquel que ose pasar frente a ellos. No. Mi llanto es causado por algo más doloroso y más profundo. Mis lágrimas son por ella…por Antonella Coratella.

Crecí con el grito jubiloso de su saludo resonando en todo el pueblo:

-¡Señora Salute!

-¡Señor Salute!

-¡Muchacho salute!

Sí, Antonella saludaba a todo el mundo con la misma alegría a través de ese español italianizado tan peculiar e irrepetible. Mi madre solía recordar con frecuencia la tarde en la que la italiana, acompañada de su marido bajó del tren con su equipaje a cuestas mirando a todos lados como una niña perdida. Venían de Italia, sin destino establecido, buscando algún lugar hospitalario y bonito en donde instalarse. Eran dos jovencitos que huyeron de su país luego de casarse a escondidas debido a que la familia de Federico Coratella se oponía  a la unión por considerar que Antonella no estaba a la altura de sus expectativas.

El tren anunció su salida a través de su silbato dulzón que llamaba a subirse, a viajar en él, a vivir aventuras impensables en lugares distintos. Antonella lo miró alejarse al tiempo que la marcha recién iniciada arrastraba con ella sus recuerdos, su pasado, esa familia abandonada con la que jamás se reencontraría de nuevo. Sin embargo, a los pocos minutos recobró la serenidad y con la fuerza y temple tan grandes que le conocimos a lo largo de los días que se sucedieron, se aferró a su equipaje y al brazo de su marido apresurándose a buscar un sitio adecuado en donde poder alojarse mientras tomaban la decisión de irse al siguiente pueblo o quedarse ahí.

Por supuesto, se quedaron. Antonella, quien ya se había graduado como enfermera fue contratada para tal efecto en la escuela del pueblo, el marido, por su lado también se acomodó en seguida. Fue así como la italiana pasó a formar parte de la rutinaria vida de todos nosotros llenándonos de alegría al tiempo que, en silencio, construía nuestras existencias, es decir, las de todos los chicos de entonces que pasamos por sus manos en la enfermería buscando consuelo a nuestros dolores.

Yo llegué a este mundo el mismo año en que nació Giovanni, hijo único de los Coratella, quien además de ser compañero de escuela, también se convirtió en mi más querido amigo. Al lado de él crecí y viví esa maravillosa e inolvidable etapa que fue la infancia, ser su amigo me ayudaba a tener una relación más cercana con la señora Antonella, quien continuamente me invitaba a su casa a comer y a pasar la tarde.

Fue en estas visitas en donde conocí la verdadera situación familiar de mi amigo. El padre, a quien he borrado de mi mente de manera definitiva, era poco menos que un patán. En tanto más se esmeraba la mujer por atenderle y complacerle, más se empeñaba él en aventarle los platos encima, en gritarle despiadadamente y en insultarla. Me maravillaba que a pesar de la humillación sufrida, del dolor que sus ojos revelaban y los malos modos de aquel señor, ella mantenía la sonrisa en sus labios y continuaba con lo suyo con la cabeza en alto sin mostrar un ápice de enojo por la injusticia cometida con su persona.

Antonella siempre estaba de buen humor, se le encontraba barriendo el frente de su casa desde muy temprano, luego nos encontrábamos de camino al colegio, Giovanni y yo entrábamos al salón de clases y ella a su consultorio en donde no paraba de atender enfermos hasta pasadas las cuatro de la tarde. Esto sucedía no porque fuéramos muy débiles –pues yo era uno de los que constantemente estaba sentado fuera esperando mi turno para entrar- sino porque lo que nos hacía falta eran sus consejos, sus caricias y cuidados. Llegábamos quejándonos de dolor en el estómago y terminábamos revelando una marcada amargura por las peleas de nuestros padres en casa, el miedo a mostrar la boleta de calificaciones o las decepciones de amor que nos aquejaban.

Nos escuchaba con paciencia e interés, luego externaba su punto de vista, aconsejaba, consolaba y al final, el dolor había desaparecido por completo. Antonella era mágica, cálida y buena. Creo que mi decisión al estudiar medicina fue inspirada en esa grandiosa labor que llevaba a acabo en la escuela, en donde se volvió un elemento imprescindible y muy querido por todos.

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