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Estaba sentada allí, en aquel rincón de sepia frente al ventanal empañado. Su mentón se ocultaba tras el humo de su capuchino espumoso. Parecía diferente, como, apaciguada, aliviada y atrayente; tuve ganas de chistarle haciéndole notar que yo estaba ahí; pero… me acobarde, o mejor dicho, me resguarde… el diablo usa los mejores disfraces a la hora del encanto.

Afuera parecía Londres pero seguía siendo Buenos Aires, solo que nublado, húmedo y pegajoso. Y a mi me encantaba.

Hay personas que han pasado por mi vida, con las que definitivamente deseo no volverme a cruzar en toda una eternidad; ya sea por una cuestión de cábala o simple supervivencia mental frente a recuerdos sádicos que pueden hacer trastabillarme el presente.

Una de esas personas, era ella, la loca, la mitómana, la fabuladora, la fervorosa sexópata y despiadada Graciana… alias Glenn Close, pero, Glenn encarnando a Alex Forrest en “Atracción Fatal”… aquella legendaria película.

En fin, así le llamaban por los pasillos de la empresa; pero también, tenia otros apodos mas creativos, como: bruja maquiavélica, perra ninfómana, chica felatio, vampira seminal y demás seudónimos poéticos…

Cuando la conocí, yo era un idiota eufórico que acababa de romper una relación de diez años; y harto de fidelidad y compromiso, decidí lanzarme al vacío de la incertidumbre y regresar a la adolescencia, lugar en donde la prioridad no era el amor, sino el bajo vientre; además de esos cosquilleos regocijantes que producían las miradas de una chica a la que parecías gustarle.

Y yo, parecía gustarle a Graciana, y eso a su vez, en merito al cultivo del ego, hacia que ella me gustase a mi.

Puro orgullo, pura euforia, pura ansiedad ¡puras palpitaciones!… se sentía hermoso… Tener veintiocho y experimentar de nuevo los quince…

Sin embargo, aquello tan dichoso que comenzaba a nacer con aquella bella desconocida que me cruzaba en los pasillos de la empresa, como toda relación, comenzó gestándose en la dicha y en el regocijo del supuesto romance; unas cuantas noches de amor ensayado, sexo desenfrenado y esa larga dosis de melosidad pegajosa digna de una parejita de púbers. Y ese comienzo tan poco original pero tan añorado por los corazones ingenuos, tenia pocas opciones: el éxito, la felicidad y las perdices, o tal vez, el estancamiento (lease aburrimiento) que es en lo que se transforman todos los concubinatos hasta que la muerte de alguna de las partes finaliza el convenio amoroso. Pero con ella, debo admitir que el aburrimiento podía llegar a echarse de menos.

Graciana me vendo los ojos y se lanzo en paracaídas conmigo desde diez mil metros de altura, y hasta que mi grito desesperado no la termino de convencer sobre la intensidad de mis sentimientos para con ella, hasta que no me escucho aterrado, desesperado y obligado a manifestarme como su amante perfecto, hasta ese momento, no tiro de la cuerda para soltar el paracaídas que impidiera nuestra desintegración contra el suelo. Y así comenzamos.

A los primeros cinco días, luego de enterarme que Graciana se desnudaba frente al espejo del baño y se masturbaba con su propio reflejo, comprendí que algo no andaba bien. Al octavo día de relación, me increpo de manera dictadora para que no usase preservativo, ya que quería tener un hijo, estaba encaprichada, necesitaba un juguete y yo tenía que dárselo; aquel día fue cuando intuí de que ella estaba loca. Y el tiempo fue afirmando mi intuición.

Lo peor tal vez, fue que yo, cegado por el embelesamiento, accedí a concederle su anhelado bebe; pero afortunadamente, alguna fuerza divina me transformo en estéril durante los treinta días seguidos de eyaculaciones descontroladas. Creo que en esa época comencé a creer en Dios.

El hecho es que como toda yegua que se presenta encantadora y dulce, Graciana comenzó a deshilacharse de a poco. Empezó con las embestidas verbales y recelosas haciendo referencia a mis miradas indiscretas hacia otras mujeres; luego, prosiguió con los ataques físicos; un par de veces, inmersa en convulsiones histéricas, me arremetió a golpes de puño, y yo… yo solo me resignaba a sostenerla de sus muñecas, evitando sus nudillos y esperando que culminase su perturbante transición. Luego, se aferraba a mis rodillas suplicando el perdón por su exabrupto hormonal.

Sus ataques a veces se daban en ámbitos impensables. Como por ejemplo durante una copula salvaje, en la cual ella se montaba sobre mí y comenzaba a moverse enloquecidamente, como si estuviese atrapada en un chaleco de fuerza.

El desquicio desbordaba cada poro y cada peca de Graciana.

Un día, simplemente desapareció, no hizo falta que culmináramos nada, no hizo falta un común acuerdo ni una batalla final, ni siquiera un "chau" a secas. Simplemente, presos de un resquemor mutuo producto de haber dejado al descubierto nuestra mortífera locura, dejamos de vernos...

Y ahora, unos años después, estaba ahí, cabizbaja y meditabunda en ese rincón aislado del bar; rodeada de paz y armonía.

Y de repente, desde el baño, un niñito de unos seis años corre hacia su mesa, se trepa en sus piernas y la abraza amorosamente; ella sonríe, le besa la frente y le arregla el flequillo castaño; y yo… me estremezco, tiemblo y siento nauseas; ese niño… tiene mis ojos…

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