Juanito escribió una carta. Sin embargo, la esquela, aunque legible, está escrita en mala letra y no tiene destinatario. Y el motivo de tan “infantiles” descuidos –según Juanito–, es porque debe escribir lo más aprisa posible: “porque los espías siempre están observando”.
Y es, también, porque en su habitación no hay ventanas, sólo una puerta terriblemente rectangular y horrorosamente blanca.
No obstante, Juanito derrocha saludos y extiende invitaciones. Dice que su carta la destina a todos los ojos, a todos los oídos, a todas las manos, a todas las piernas; que convida de su carta a todo aquel que desee leerla, oírla, sentirla, andarla. Porque –asegura Juanito– las letras dibujan corceles blancos entre vuelos triunfales, y en esos vuelos, cabalgan sin ningún remordimiento la risa y la ternura de los que no ríen y sufren todas las mañanas; las letras siembran flores en las paredes y estrellas en el sofito; las letras construyen hermosos atardeceres y grandes ventanas para poder contemplarlos; las letras inventan una música fresca para el deleite de las flautas, y esa música rompe toda la ansiedad del silencio; las letras, cuando ya es de noche, abren la terrible puerta rectangular, y él puede salir a jugar con otros niños al jardín; las letras lo esconden y lo defienden de los hombres malos que visten de blanco, que atan sus manos y lo hacen dormir, que lo espían con su ojo mecánico que pende en lo alto del muro, y que, periódicamente, ingresan a su habitación y lo ultrajan horadando sus orejas, su nariz, sus ojos y su boca; y lo despojan del lápiz y el papel, para que ya no vuelva a escribir; y lo nombran Juan, y no “Juanito”.
En su carta, Juanito noticia su edad y la extraña felicidad que por momentos lo embarga; dice que es setenta veces niño, y que, en los años que aún devengan a envolver su castidad, lo seguirá siendo. Dice, también, que es un niño feliz, un niño que viste a su risa de azul y a su corazón lo deja desnudo, a capricho de cualquier abrazo; que duerme entre algodones y que sueña con fugarse al jardín de rosas y jazmines. Pero que no se irá solo, que llevará con él a todos los niños que duermen en las habitaciones contiguas a la suya, y que sueñan lo mismo que él sueña; y que un día volarán libremente, desnudando caramelos, sobre los mil corceles blancos que ya han dibujado las letras.
Empero, asegura que su travesía no concluirá al abrir la puerta rectangular y salir huyendo, porque en ese momento sólo estará iniciando. Y dice que viajará hasta aquel lugar que miró (cuando lo trasladaban para una auscultación general) en la “caja mágica”. Y relata que en aquel lugar los niños sufren también. Pero que, extrañamente, los hombres malos que hacen sufrir a los niños de allá no visten de blanco, sino de verde; y montan pájaros enormes y malignos desde los cuales tiran bolas de metal que manan fuego y destruyen todo enderredor. Y asegura que el día en que el mismo pueda salvarse, volará hasta aquel lugar; y que si los hombres malos que visten de verde tiran bolas de metal, él arrojará frutas, serpentinas y caramelos, para que los niños no estén tan tristes; y que si los hombres malos que visten de verde destruyen las casas de los niños, el descenderá y ayudará a construir nuevas casas, y contará cuentos y cantará canciones para que todos estén nuevamente felices.
Juanito, entre líneas, hace una seria alusión a la locura; y enfatiza, en tono discreto, que de ningún modo existen dos tipos de insania, que sólo hay una, y que es terrible e implacable. Y que esa locura no se puede encadenar, ni encerrar, ni aislar; que por más que aprieten el nudo o corran el cerrojo, la demencia se zafará y recorrerá todos los caminos y habitará todos los mundos; y que, por ende, esa locura no habita allí, entre él y sus sueños, entre su niñez y la niñez del de al lado, entre su risa y la risa de las flautas, entre su corazón, las rosas y los jazmines. Porque la única demencia existente, habita en el caótico mundo de los de afuera; de los que se saben sanos cuando matan niños, de los que dicen ser fuertes porque no ríen, de los que dicen saber de tiempos sólo porque envejecen. La única y terrible locura –asegura Juanito–, camina entre la marabunta de disfraces, sonríe entre el aglomerado de muecas grises, y repta entre el cansancio y la rutina de las grandes avenidas. Porque los locos no son los que sin remordimiento ríen sin parar, sino los que se ríen de los remordimientos; los locos no son los de la piel pálida y casi transparente, sino los que diferencian el color de la piel; los locos no son los que entre el más grande silencio siempre escuchan música, sino los que buscan hacer de la música un ensordecedor silencio; los locos no son la carne que constituye la esquizofrenia y la basura del mundo, es más bien el esquizofrénico mundo, vuelto basurero, quien exilia el disímil pensamiento de los que no son sólo carne; los locos no son los que, simplemente, ya no recuerdan, sino los que alevosamente olvidan; los locos no son los que por siempre se saben niños, sino los que se saben eternamente viejos.
Por último, Juanito, preocupado, asegura que no recuerda fehacientemente el rostro de su madre, porque ya se cumplen tres noches que no la mira ni habla con ella. No obstante, asegura que es hermosa; y que en veces, cuando las flautas evocan el fin de su melodía y él siente ganas de llorar, su madre se cuela por entre los muros y le acaricia el rostro, y le besa la frente, y lo reconforta con su sonrisa amigable, y le susurra al oído para que él duerma, y lo llama “Juanito”, como sólo ella sabe hacerlo, y se marcha sólo hasta que él está profundamente dormido. Empero, Juanito habla, también, de su padre; y dice que esta vez no podrá recriminarle el haber llegado tarde a casa, porque la demora no es culpa suya, sino de los hombres malos que visten de blanco; dice que no podrá reconvenirlo por calzarse al revés, porque hoy está descalzo; que no podrá flagelarlo más con el cinturón, porque hoy sí cumplió con sus labores; y que ya no tendrá motivos para encerrarlo en el cuarto oscuro, porque ya ha aprendido la tabla del nueve…
-¡Pronto, abran la cuarenta y siete, que el interno ha vuelto a cortarse las manos, y de nueva cuenta está manchando las paredes…! –Balbució el uno.
-¿Y qué es lo que escribe? –Preguntó el otro.
-¡La tabla del nueve!..