Hacía frío. Por la ventana se podía ver un cielo enteramente gris, algo de niebla en las cimas de los edificios más altos. Sin embargo dentro del departamento la temperatura era acogedora y había una claridad que contrastaba con la ciudad. Ciudad oscurecida. La mujer vivía sola, pero no se sentía sola. Tampoco insegura. Estaba en una habitación mas bien pequeña, ocupada por una catrera ruidosa, una mesita de luz y velador, la alfombra de estilo hindú en el centro, algo vieja y sucia, y sobre el otro extremo de la pieza una gran biblioteca, pero no debido al tamaño sino a la enorme cantidad de libros, novelas, textos, apuntes, tomos, enciclopedias, escritos y revistas (aunque las revistas eran las menos).
Como todas las vísperas a la siete de la mañana, se enjuagó la cara con agua fresca. Encendió la radio mientras acompañaba pan tostado con queso (en esa ocasión algo rancio), tranquila, al igual que siempre, ocultando tras ojos tan jóvenes la sabiduría que sólo los años o la necesidad para sobrevivir otorgan, bajo una tez tan bella como tierna los atajos que sólo el diablo o los que escapan a la muerte conocen. Apasionada tenaz y reflexiva, demasiado lúcida para algunos, rápida en las reacciones, irónica, y otras tantas cosas prohibidas, en un sitio donde la gente repudia lo nuevo por temor a que la vieja rutina pierda su delicado equilibrio en la cuerda floja.
Se acercó a la pared, observando detenidamente un cuadro al que ya conocía de memoria y que seguía mirando como nuevo, un cuadro que a pesar de antiguo renovaba su espíritu como las hojas verdes del bosque renuevan el aire. Siempre soñó con ser un pájaro, extender las alas y simplemente volar, bajo los rayos tibios del sol o en medio de un huracán furioso, de esos que todos lo arrasan sin un porqué. Neruda continuaba sonriendo, también sin ninguna razón, con su gorra y su cara bondadosa. Ella volvió a percibir la ciudad, recordó un poema y una canción desesperada. Cuidad desesperada. Quizás por idiota, tal vez por tantos golpes recibidos ya. Entonces tuvo ganas de patear todas y cada una de las cabezas necias del planeta, hacerlas reaccionar, avivar, enardecer aunque fuera en su contra. Se terminó de vestir, preparándose para marchar a la universidad. También poseía un trabajo en un pequeño mercado, como cajera. La paga no era de las más sobresalientes pero le bastaban para ir al cine una vez por mes, visitar el triste mirador, comprar algún disco interesante, fumar algún cigarrillo...
Notó que alguien llamaba a su puerta con nudillos impacientes, dando quince golpes o más, muy seguidos e irritantes. Cuando la mujer atendió, un hombre duro la inspeccionada del otro lado. Vestido con saco y corbata, aunque desecho. Realizó una pregunta, ella asintió, fue arrebatada por un manotazo potente; dejando escapar un tenue grito cayó al piso; antes de incorporarse el individuo le cortó los labios de una patada, usaba borsegos muy duros, gruesos; esta vez la joven aulló con potencia pero nadie pareció darse por aludido. Fue tomada por el cabello y la arrastraron por todo el pasillo hasta el ascensor exiguo. Una vez puesta la maquina en descenso, el individuo la sujetó del cuello e impactó sus gran mano en la cara, ya totalmente ensangrentada, de la joven que perdió el conocimiento. Fueron por lo menos ocho golpes sin pausa, sin respiro, como un animal salvaje se asegura el perecimiento de su presa.