Dedicado a las personas que combaten el aburrimiento
de la vida cotidiana con cualquier método posible.
Todo empezó como un favor. Alguien estaba obligado a representar a nuestra empresa en ese congreso. Yo pensé:
-¡Qué más da! Un café, dos, algunas horas de asfixia, otras tantas de resignación. Y al final, cuando menos lo espere, una grande sonrisa, varios apretones de manos, y estaría en camino a ganarme las gracias de mi jefe.
-Va.
-¿Seguro?
-Va.
Y partí.
Salí armado de una libreta y dos bolígrafos. Uno azul y el otro negro, ambos expertos en asesinar minutos. Llegué al congreso recién comido, subí por el ascensor, entré al cuarto y saludé a colegas, y a otros tantos esclavos modernos, todos cargando el pesar del cansancio.
Tomamos asiento. Después nos hicieron esperar, y esperamos.
Olí el café. No. No debía tomarlo. Sólo dos tasas al día había dicho el doctor.
-¡Bah! Qué va saber el doctor de mi salud- exclamé con arrogancia.
Sin embargo me advirtió mi conciencia:
-No, espera. No tomes café.
A lo cual ofendido repuse:
-Pero, ¡sí ya estoy quedándome dormido, y ni ha empezado la presentación! ¿Qué otra opción tengo?
Al no saber más de mi conciencia, interpreté que había cedido y dije:
-Bueno, uno es ninguno.
Decidido me levanté pensando:
-Sí. Voy a ser el primero. Lo acepto. Estoy aburrido, estaré aburrido las próximas horas, y probablemente para cuando termine el congreso, voy a estar muerto del aburrimiento.
-Morirme-pensé-. Nadie pudiera fallecer del aburrimiento, ¿o sí? Lo dudo, sería la enfermedad más temida del mundo, y estos expositores, asesinos.
-¡Asesinos!- Grité.
La gente me volteó a ver asustada. Esto no estaba en la agenda, yo no debía comportarme así. Sentí como sus ojos de cómplices gritaban –¡Perturbador! ¡Anarquista!- y empecé a sudar.
Razoné que todo esto pudiera ser un complot. Mis colegas parte de la inquisición, y yo, el siguiente mártir. Pero no representaba el anarquismo, ni quería ser ningún Cristo, tan sólo fui sincero y acepté que necesitaría del café para mantenerme despierto. Me pregunté:
-¿Era eso un pecado?- y no supe que responderme.
Tuve que fingir que todo estaba bien, hacer mi papel de inocente y sonreírles mientras descifraba quien estaba detrás de esto. Ellos debían pensar que todo iba de acuerdo a su plan.
De pronto, como una ola que asota la arena, tan brava y sin pena llegó la idea que resolvió el misterio. Mi jefe del trabajo. Él es quien tiene las manos manchadas de sangre.
-¿Quién más si no él?- me pregunté-. Varias ex novias podían ser candidatos, unas cuantas no estaban del todo bien de su testa, sin embargo para qué exagerar, era mi jefe, de eso estaba seguro. Claro, como no lo había pensado antes. Mi liquidación muy cara, yo indispuesto a renunciar. La compañía sin fondos, y yo aguantando cada capricho. Concluí que no tenían otra manera de deshacerse de mí. Desilusionado pensaba qué tantos otros habían sido mandados a esta masacre, quiénes eran mis aliados y quiénes mis contrincantes. Debía investigarlo.
Cinco segundos después, decidí que no había tiempo para desilusiones y me dije :
-Pues no. No voy a morir en este congreso. No me iré. No de está manera.
Con mis ideas bien justas y claras, con mi ego ardiente, seguí caminando en busca del café que salvaría mi vida.
-Cuentas claras, amistades largas- pensé-. No vine aquí por gusto, ustedes tampoco. ¿No me creen? Vamos, seamos honestos, es más, hay que charlarlo en el cuarto anexo, a un lado de la cafetera. ¿Qué les parece? No, bueno lo tendré que hacer solo. Cómo es la gente, si tan sólo expresáramos lo que sentimos con sinceridad, el mundo sería un mejor lugar.
Detuve mi pensamiento. Estaba por corregirlo cuando entró el expositor. Lo sentí en su mirada, él era el asesino. Mi asesino. Sus ojos me preguntaban de manera burlona:
-¿Yendo por café tan temprano?
Me hubiera gustado decirle que no era personal, el congreso me parecía soso, no él.
Estaba aterrado, mi sangre corría helada. Busque cualquier gesto para hacer la paz, cualquier escusa para escapar de aquel lugar. No obstante, sus pupilas declararon la guerra que su lengua no pudo dictar. Y yo no tuve opción más que aceptar la pelea y combatirla con dignidad.
Eso era, dignidad. Dignidad y orgullo, no iba a dejar que me asesinara, no iba a perder contra este idiota que no podía ver sin sus gafas, por lo tanto seguí caminando. No tenía opción, sólo un poco hombre volvería atrás. Y justo cuando llegué al pasillo central, el expositor, ordenó la muerte de las luces, mis aliadas. Esto no iba a terminar bonito.
– Hasta la muerte- dije. Y acepté que había perdido la primera batalla.
Volví a mi lugar furioso. El expositor, se introdujo cómo Alonso, y en ese mismo instante alcé la calcomanía con mi nombre al aire, como bandera, como un insulto, la alcé para que viera quien había decidido no ceder a la monotonía. La alcé para que supiera quien era su enemigo.
Alonso me miró asustado, siempre una buena señal. No necesitaba del café, mi corazón latía con fuerza, mi sangre nadaba apresurada, y mis ojos estaban bien abiertos y enfocados.
Acontecieron veinte minutos, y comprendí que había subestimado a este contrincante. Ya había lidiado con varios sacerdotes tediosos, unos cuantos suegros nefastos, pero éste, éste aburría hasta a los muertos, y para aburrir a los muertos, vaya que es una proeza.
Transcurrió la primer hora. Yo sudaba, sus palabras eran veneno, me sofocaban, me hacían perder la conciencia. -Aguanta, no te desesperes- me alentaba-, todavía faltan tres horas para el receso.
-¡Tres horas!- gritó mi conciencia enfadada.
-Sí, tres horas –repuse calmándola.
Acepté que no le podía ganar combatiendo con fuerza bruta, su aburrimiento era formidable a comparación de mi voluntad.
–¡Los bolígrafos!- Recordé casi gritando de la emoción.
Las plumas hicieron su deber por un tiempo, y como mosqueteros rechazaron las palabras tediosas del expositor. Se batieron contra las hojas de mi libreta sin cesar, con sed de creación, y a la vez con todo el propósito de aniquilar cada centímetro del papel.
Alonso, desconcertado por mi táctica de guerrilla, poco honorable pero muy efectiva, decidió contraatacar. Hablo despacio, con palabras confusas acompañadas de pocas expresiones faciales. La presentación perdió toda viveza, teñida solamente por los colores blancos y negros, con una tipografía “Times New Roman”. Entre pausa y pausa, el murmullo de la computadora ametrallaba a mis pobres mosqueteros, que ya habían dejado todo en el campo de batalla.
De vez en cuando un tosido me rescataba, yo ya estaba en retirada, ya había aceptado que no podía combatir a este tipo. Me agarraba de cualquier cosa, de cualquier silla rechinando contra el suelo, de cualquier olor fétido para revivir.
Mi corazón latía con menos fuerza, una hora, sólo faltaba una hora.
-¡Una hora es demasiado! – vociferó mi conciencia.
Lo supe; iba a morir. Mis parpados empezaron a pesar más de lo habitual, deje de enfocar, mi cuello perdió la fuerza, y mis extremidades se asemejaron a los fideos tibios de mi abuela.
Empecé a ver el túnel, la blancura, el paraíso. No. No quería morir. Abrí un ojo, levante mi cabeza, llene mis pulmones de ese aire encerrado, mi visión recuperó su fuerza, intente levantarme, pero mis fideos me traicionaron, y caí al suelo cómo pasta mal hecha.
La gente se levanto a mi alrededor. Prendieron las luces. Alonso detuvo su presentación. Bien, todo se vale en la guerra y el amor. Hasta este tipo de golpes bajos. Alonso enfureció-mejor-, pensé. Mi sangre empezó a hervir, más gente revivió. Le había dado la vuelta a la contienda.
Me arrastre como gusano por los suelos. Magullado pero no muerto. La gente, no entendía, y al no haber procedimiento alguno ante este tipo de situaciones, el pánico anegó los corazones de mis colegas, que empezaron a hacer cosas irracionales. Unos lloraron, otros se tomaron de las manos y empezaron a rezar, otros simplemente bailaron. Alonso veía como su triunfo se desvanecía, su razón de ser desapareció, qué iba a hacer si ya no podía matar al mundo de aburrimiento, no tuvo opción, perdió la cabeza como los demás y se unió al pandemonio.
¡Había ganado, había ganado, no iba a morir! No. No iba a morir. Mis pies reaccionaron, avancé hacia la puerta, rebote contra varios que corrían sin lugar a donde llegar. Vi el corredor, y pronto estaba del otro lado. Había ganado.
Sólo faltaba el ascensor. Le piqué al botón. Venían los locos hacía mí destruyendo todo su alrededor. Quemaban el cuarto mientras reían, todos quieran escaparse, todos habían perdido la mente. Se abrieron las puertas, entré, empujé a los que se acercaron y pronto descendí solo por el edificio. Fue hasta sentir que se detuvo el ascensor, fue hasta escuchar la voz de Alonso en el transmisor, la voz de una grabación de emergencia y la música lenta de fondo, que me di cuenta que esto había sido una trampa. Ese día, estaba destinado a morir del aburrimiento.
Fin.
28/06/09