“Ojalá se te acabe la mirada constante,
la palabra precisa, la sonrisa perfecta.
Ojalá pase algo que te borre de pronto”.
Silvio Rodríguez
Esa noche ellos caminaban por una calle desierta, regada con hojas caídas de los árboles, y, de vez en cuando, se detenían a besarse en las sombras de las casas, aunque también para ocultarse, y sus cuerpos afilados se enredaban con una suavidad casi impalpable. Las franjas de luz de los postes marcaban con imprecisión las tenues gotas de la garúa. No hacía frío, pero llovía ligeramente, y sus pasos como que dejaban rastros de barro en el camino de tierra por donde andaban, a un lado de la estrecha lonja de pista.
-Pégate un poco más a la pared-dijo Leonardo y la muchacha se arrimó hacia él, decidida, con un gracioso movimiento de ballet-. Lo escuchas, ¿no?.
El ruido silencioso del auto surgió y se esfumó rápidamente, y él advirtió que el cosquilleo temeroso, que había serpenteado por su cuerpo, tensionándolo, se disolvía ya como una brisa ácida.
-Ya pasó-dijo, suspirando-. No te preocupes, no nos han visto.
Las luces traseras del carro se alejaban y él, encajando el rostro en un hombro de la muchacha, apretó su cuerpo de filigrana, oloroso a humedad, cuyas formas, aún avaras, apenas si se insinuaban bajo la ropa, e intuyó que, a sus espaldas, ella la estaría buscando en el cielo con insistencia, como si pudiera traspasar con sus ojos la techumbre de nubes bajas de la ciudad. Suavemente, la apartó y, con unos dedos en su mentón, la obligó a mirarlo.
-No hay luna-le dijo, respirando de su aliento tibio y asustado-. Al menos no la verás con este cielo.
Sin embargo, ¡cuánto hubiera querido que la encontrara! Quizá ella tuviera razón. “Sin luna la nuestra es una historia muerta”, había dicho una vez y Leonardo se echó a reír, a pesar de que nunca la habían descubierto en esos días de lluvia en que solían estar juntos. De todas formas, ¿era posible que, en medio de tantas dificultades, aún continuaran saliendo? Ella, al oírlo, deformó su rostro canela con una sonrisa rectilínea, indiferente.
-Sólo dime hasta cuándo vamos a estar así-dijo él, poniéndole las manos en su fina cintura.
La muchacha viró el cuerpo, sin hacerle caso, alargó sus piernas fuera de las sombras y empezó a andar. Leonardo la siguió con el gesto impaciente, preguntándose por qué ella no decía nada sobre el asunto, principalmente en estos últimos meses, como si la decisión final no le importara demasiado, y se sumía, en cambio, en unas caminatas absortas que él conocía muy bien, pues en eso eran iguales. Había ocasiones en que parecían desligarse de la realidad y, concentrados en sí mismos, vivir de sus recuerdos. -Lo mejor de ahora es esta lluvia-dijo él sin mirarla, estirando una mano para humedecérsela, consciente de que el momento era ideal, que lo conservaría en su mente para toda la vida-. Jamás la cambiaría por otra.
Ella continuó sin hablar. Había empezado a canturrear, más bien, olvidada de todo, una triste melodía.
Ojalá que las hojas no te toquen el cuerpo cuando caigan,
para que no las puedas convertir en cristal.
Ojalá que la lluvia deje de ser milagro que baja por tu cuerpo.
Ojalá que la luna pueda salir sin ti.
Ojalá que la tierra no te bese los pasos.
Leonardo escuchaba embelesado el tonillo fingido de esa voz, apagada por las gotas de lluvia y el crujir de las hojas bajo sus pies, observando con melancolía la inocencia que transmitía el rostro de la muchacha: sus ojos rasgados e idos, su boca vacilante, su nariz ansiosa, y recordaba que ella le había gustado desde el primer instante en que la vio, cuando, literalmente, se le plantó en frente y lo examinó, como para saber si estaría a la altura de sus futuros recuerdos.
-¿Te acuerdas de ese día?-dice Leonardo, espiándola a hurtadillas.
-Estábamos en el colegio-dice la muchacha, afirmando con la cabeza, y sus ojillos perdidos se animan por unos segundos-. A ti te rodeaba mucha gente y si me acerqué fue porque ya me gustabas.
-Sí-dice Leonardo, hundiendo la cabeza, abrumado-. Y de ahí todo.
Y, siempre y con cualquier pretexto, se habían disparado hacia el otro para conversar o sólo para estar juntos, aunque fuera en silencio, dejando, incluso, a grupos de personas con la palabra en la boca. Pero qué los había unido aparte de esa rara forma de ser y la coincidencia obligatoria que eran las clases en el colegio. Sí, la Literatura. Algún día ella sería una gran poetisa y él escribiría en serio cuentos y novelas. Ojalá.
-Ojos de un reloj de fuego-había dicho ella-. Es de noche. Árboles de viento. Miro la profundidad de la nada y nada encuentro.
-¡Qué versos más extraños!-había dicho él-. Pero creo saber qué significan.
-Oye, ¿y tus cuentos?-había dicho ella-. ¿Por qué no me los enseñas?
-No puedo-había dicho él-. Los he roto. No valían la pena. Eran muy malos.
-¡Qué tonto!-había dicho ella, con una sonrisita de lado, sarcástica-. Los hubieras corregido y listo.
-Quizá tengas razón-había dicho él-. Ahora estoy haciendo otros. Y ya verás. Hasta escribiré uno de nosotros.
-Supongo que ése sí lo leeré, ¿no?-había dicho ella.