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“Ahora bien, mi estimado Matías –subrayó el extraño- debo advertirte que la probable extinción del mal y su correlato con la erradicación del pecado, atentaría contra mi razón de ser y de vivir en el corazón de los mortales”.

Esto último asombró a Matías, pero su desazón fue mayor al oírle solicitar  piedad y garantías para con su oficio, al que calificó de redentor.

Al escuchar este increíble ruego Matías percibió un sutil cimbronazo en su mente, como si mutara de golpe la conciencia del propio ser.

Su estupor creció al escucharle hacer un pedido aún más increíble.

-“Debo implorarte que renuncies a tu cualidad de humano ejemplar, que abandones tu espíritu noble y actúes con una mayor dosis de malas intenciones”.

En síntesis, ese desconocido le pedía a Matías convertirse en un ser desconfiado, nada cándido, deshonesto y proclive a reconocer la existencia del mal. Lo contrario a su idiosincrasia.

-“Nada tendría yo que hacer –agregó el aparecido- si las personas adoptaran tu estilo y se hicieran a tu modo natural de sentir y de comportarte” –

Matías, en los días siguientes a esa singular experiencia, se mostró ante los demás con un carácter inusual, arrogante y propenso a la discusión áspera.

Llamó la atención que anduviese errante por el barrio,  repitiendo como una letanía la formula de la obediencia suprema.

“Sí Jesús, te lo prometo”.

Lo decía con unción, asegurando a viva voz que cumpliría con el ruego realizado por Cristo, esa noche, cuando lo vio a su lado, según proclamaba, bajo la luz de la esquina.

Nadie lo reconoció el mismo.

Se volvió tosco, malhumorado, insidioso, al punto de hacerles zancadillas a los chicos, robándoles la pelota, hurtando de los almacenes alguna confitura.

A quien quisiera escucharlo insistía con que Jesús se le había confesado temeroso de perder predicamento si el mundo, finalmente, se poblara de seres buenos y bien intencionados.

Aunque no resultara creíble, Matías insistía con que la entrevista con Jesús existió y que en ella éste se expresó temeroso de la extinción de los malvados y  pecadores, ya que nunca nadie luego necesitaría de la salvación divina.

“Ni mi propio padre- decía Matías que Jesús le dijo-conseguiría reconfortarme si quedara yo desocupado de mi trabajo de dos mil años”.

Todos se lamentaron por Matías, de quien no dudaba nadie que lo  suyo era un delirio extremo, fruto de su estado permanente de inocencia.

Aceptaron, sin burlarse ni reprimirlo, que vagara profiriendo insultos y alentando a los chicos del barrio a reñir entre ellos con espíritu pendenciero.

A los pocos días supieron que había sido internado.

Los hermanos Ponce, muchachones intratables si los había, acostumbraban siempre a humillar a este joven de inocencia y bondad intachables, burlándose de su condición.

Pero esa vez llegaron demasiado lejos.

El mayor de ellos, Julián, fue el principal responsable del episodio en el que, disfrazado de Jesús, se ubicó una noche a las espaldas de Matías, junto a la parada del colectivo.    

Rene  Bacco

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