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Después de veinte años de matrimonio el tipo estaba desesperado y no sabía qué hacer. Su esposa clasificaba en la categoría de arpía, ese terrorífico ser mitológico que en figura femenina mujer perversa, persona y codiciosa, maltratadora y humillante que lo atormentaba todo el tiempo de diferentes formas. Al principio no era así, los primeros cinco años fueron de alegría y compartieron muchos momentos felices, pero todo cambió desde cuando el médico les comunicó que no podían tener hijos. Él ya lo sospechaba, y no porque fuera estéril, él tenía dos hijos extramatrimoniales con dos mujeres distintas y su esposa no lo sabía, entonces, era ella era la que estaba impedida para procrear.

Al principio ella lloró y acudieron a especialistas en fertilidad que los sometieron a tratamientos para que lograran el anhelado embarazo. El hombre continuaba con su silencio y sufría callado porque también deseaba tener un hijo de esa mujer que amaba. Con el paso del tiempo el genio de ella se hizo amargo y empezó a culpar a su marido de la falta de prole, la cantaleta diaria se hizo insoportable y un día, como a los diez años de aniversario, él le gritó que ella era la culpable, lo sabía porque tenía dos hijos extra matrimoniales, pero no le contó de esos retoños, para no agraviar la situación.

Los exámenes de laboratorio, que ya le habían practicado en el pasado y ella no quiso aceptar, le corroboraron su incapacidad para quedar embarazada y eximieron a su esposo de culpa. Ahí sí, quien dijo miedo, como dice el dicho. A toda hora maldecía su suerte y echaba la culpa a su marido por no poder tener el hijo deseado, y no valían las explicaciones de sus familiares, especialistas y hasta el cura de su parroquia, que el hombre no era responsable de su infertilidad, y ella tampoco. “son cosas de Dios, hija mía”, le dijo el cura.

Un día, sin que nada hubiera cambiado la situación y con la paciencia de su esposo que soportaba sus berrinches, empezó a romper todo, empezando con la vajilla; meses después siguió con los espejos y pequeños adornos de la casa, la ropa de él y cojines de los muebles quedaron hechos trizas con las tijeras. Esto continuó hasta que el hombre tuvo que demandarla y le pusieron una multa en caso de que reincidiera. Ella se calmó por un tiempo y entonces cambió la cantaleta interminable por insultos y retahílas de groserías. Él soportaba en silencio y acumulaba una rabia sorda que se estaba y transformando en odio.

Al principio de su rencor silencioso deseaba que se enfermara o tuviera un pequeño accidente, por lo menos que enmudeciera por unos meses. Pero, con el paso de los meses y los años el hombre empezó a pensar en matarla; cada día el imaginaba una manera de eliminar ese monstruo en que se había convertido su esposa, pero la verdad era que le tenía miedo y eso lo paralizaba a la hora de empujarla por las escaleras, echar un veneno en la comida, pagarle a un sicario para que la matara. Hasta ese punto estaba el rencor y los resentimientos.

Se dedicó a ver películas, leer libros, mirar videos relacionados con asesinatos perfectos y muchos le parecían los adecuados y decidía que pronto esa mujer saldría de su vida, pero otra imagen se formaba en su mente: LA CARCEL. Eso lo detenía y a diario, cuando empezaban las ´palabras ofensivas y hasta el maltrato físico, porque decidió arañarle la cara, pellizcarlo y jalonarlo del pelo, de nuevo se llenaba de motivos para matarla… y decidió que para el día del cumpleaños, y delante de toda la familia, ella iba a morir envenenada por un pequeño pastel preparado especialmente para ella, una pequeña porción individual impregnada con un tósigo que compró a un veterinario con la disculpa que era para su perrito enfermo. Lo mejor era que no dejaba huella.

Ese día, ya decidido a llevar a cabo la sentencia de muerte y, si lo descubrían, a pagar unos años de cárcel, se bañó y tomó unos calmantes para los nervios. Mañana, pensó mientras se vestía, ella ya no estará en este mundo amargándome la vida. Imaginó la angustia de los familiares y ensayó ante el espejo la cara de tristeza fingida que iba a mostrar ante el mundo.

En esas estaba cuando llamaron a la puerta con golpes repetidos y gritos. Abrió despeinado y a medio vestir para encontrarse con varias vecinas chismosas que hablaban en coro y él no les entendía, escuchaba palabras sueltas: accidente, mujer, borracho, ambulancia, etc. Cuando se calmaron y una tomó la palabra le comunicó que a su esposa la había atropellado un camión, que manejaba un borracho, que la llevaron en ambulancia al hospital y allí había muerto.

Son cosas de Dios, pensó él disimulando una sonrisa de satisfacción, les dio las gracias con cara de tristeza y les prometió salir de inmediato para el sitio donde estaba el cadáver de su amada esposa. Cerró la puerta y dijo en voz baja, Gracias Dios mío, me salvaste de la cárcel.

Edgar Tarazona Angel

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