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        Comenzaba el año treinta, un enero como tantos, pero de pocas lluvias. Como todos los veranos, llegaban de la capital, los jóvenes hijos de los patrones, que aprovechando las vacaciones, liberaban sus energías en la estancia de papá.

  Este año vinieron acompañados de compañeros de estudio, o amigos de sus noches de farra, quienes decidieron también, volcar sus picardías, en una tranquila zona rural.

  Con un ganado en busca de un escaso alimento,  por falta de lluvias, un sembrado sufriendo la seca, las cañadas casi cortadas, planteaba una situación algo desalentadora. La peonada desde muy temprano, recorría el establecimiento, para luego dar el parte al patrón, y sentarse a la sombra de los frondosos paraísos, que rodeaban la vivienda.

  Los patrones y su personal, desde muy temprano comenzaban su actividad, cosa contraria a los nuevos visitantes, que sus charlas y guitarreadas llegaban hasta altas horas de la madrugada.

 El poblado más cerca estaba a unas veinte leguas, camino de tierra, de pocos vecinos, y una vez por mes más o menos, llegaba en su caballo tostado, un veterano comisario de campaña, a visitar la estancia.

   En un costado de la vivienda, como recortando el horizonte, un viejo ombú lleno de tradiciones, albergaba en su follaje, pájaros de la zona. Los árboles frutales, ausentes en el establecimiento. Solo una vieja parra, que no quería entregar su vida, y seguía en pie, junto al galpón de los peones.

  A la hora del almuerzo, en una espaciosa cocina, se reunían los patrones, sus hijos, y los visitantes. Mesa de madera de paraíso, sillas de carda, eran los elementos básicos a la hora de la comida. La damajuana de vino tinto, y el pan casero, tradicionalmente acompañaban día a día, el sabroso pero sencillo menú, de aquella cocinera, que por años, acompañaba junto a su familia, al matrimonio de la casa.

   La vivienda de techo de chapa a dos aguas, tres habitaciones,  un recibidor amplio, cocina, un cuartito para guardar los trastos, y una letrina a muy pocos metros de la casa.

    Los dos hijos varones dormían juntos, y en el cuarto continuo los cuatro jóvenes visitantes. El matrimonio tenía el cuarto más amplio, con vista al monte de paraísos, y al sol naciente.

  Las habitaciones de la servidumbre y el resto de los peones, se encontraban a unos cincuenta metros de la vivienda principal.- Pozo de balde en el centro del patio, horno de barro para cocinar el pan, y como dos atentos vigilantes, los perros cimarrones, con cara de pocos amigos.

  Uno de los visitantes parecía taciturno, de pocas palabras, mirada penetrante y de lento andar. Pasaba las mañanas sentado bajo el ombú, mirando el horizonte, y las manos puestas en su nuca.

  El más joven era el guitarrista, y muchas veces acompañaba sus susurros, con una melodía musical. Le gustaba el trago, comía ligero, y sus siestas eran interminables.

       Los otros dos visitantes eran hermanos, y discutían muchas veces, por temas insignificantes, que en reiteradas oportunidades, necesitaron la intervención de los hijos de la casa, quienes encaminaban la situación.

    El personal de campo, lo integraban dos jóvenes solteros, un matrimonio que cumplían las funciones de capataz y cocinera, y un matrimonio de mediana edad, encargados de las tareas de mantenimiento del establecimiento y limpieza, que venían dos veces por semana.

  Los patrones son una pareja sexagenaria, de corte tradicional, buenos modales, pero sin rodeos. Según parece inmigrantes españoles, que a fines del siglo XIX, llegaron a estas tierras en busca de trabajo, y tranquilidad.

  La llegada de estos visitantes, amigos de sus hijos, les cambia en parte la rutina diaria. Los temas de sobremesa, no son familiares, se hablan frivolidades. Las charlas nocturnas a la luz de la luna, se cambian, por el sonido inconcluso de una guitarra, y el canto desafinado del vino tinto. Aquellas recorridas a caballo, por los potreros, controlando la parición de sus vacas, se debieron cambiar por la intolerancia en las mañanas, de jóvenes trasnochadores, que retrasaban las tareas domésticas, y la doña de la casa, debía estar presente para dar instrucciones.

   Todo transcurría normalmente, y entramos sin darnos cuenta en la segunda quincena del mes de enero. Quien iba a pensar que ese verano, sería tan diferente a los anteriores. Como imaginar, que la tranquilidad del hogar, la buena fe de sus peones, en pocos días se convertiría en un infierno.

   Una mañana, cuando el sol aún se esconde en el horizonte, se oye un galope a lo lejos. Uno de los peones que mateaba en la cocina, sale al patio, y recortado como una figura fantasmal, un jinete. A los pocos minutos, llega a la estancia un gaucho relativamente joven, con botas de potro, bombachas marrones,  camisa a cuadros, un facón en la cintura, y el rostro curtido por el tiempo.

    Se cruzan las miradas por unos segundos, y el recién llegado, se presenta como hermano menor del capataz.- Como buena costumbre en campaña, lo convida con un mate, lo invita a sentarse y le informa que muy pronto llegará su hermano. El encuentro de familia, no se hizo esperar. Se saludan con la mano, salen al patio, y a tranco lento, se inicia una conversación, que duró pocos minutos. El capataz le informa a su patrón que llegó su hermano, y si el autoriza, va pernotar una noche en la estancia. El buen patrón, sin dudar un instante, lo va a saludar, y lo autoriza a dormir en un catre libre, que hay en el dormitorio de los peones solteros. El forastero agradece con su sombrero al patrón, prende un pucho, y se va en busca de su caballo, para refrescarlo.

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