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La ética es más que el moralismo que exalta virtudes impracticables, y exige a los demás el sometimiento a las particulares concepciones de la conciencia de un individuo. La ética  aplicada al quehacer científico es todo lo contrario: una noción razonada y objetivamente aplicable.

La experimentación científica, fuente de nuestros conocimientos y del incitante porvenir del hombre, suele traducir en sus fines admirables intenciones, ¿pero entrañará siempre en sus medios la misma benignidad de sus propósitos? Muchas veces la humanidad se conmovió ante los horrores que llegaron de la mano de la ciencia. La bomba atómica, desenlace de las más extraordinarias conquistas del conocimiento humano, constituye también un cuadro apocalíptico. Las centrales termonucleares y los usos médicos de la radioactividad  tienen, en cambio, un aura alentadora.

La investigación en el campo de la salud que presagia al enfermo hallazgos consoladores, encarnó en la Alemania nazi una experimentación brutal y carnicera. Campos de concentración como los de Auschwitz, Treblinka y Majdanek  en Polonia; Ravensbrueck, Neungamme, Dachau y Buchenwald   en Alemania; Natzweiler en Francia; y Mauthausen y Gusen  en Austria, fueron lugares de exterminio sangriento acordes con las políticas raciales del Nacional Socialismo Alemán, y también, sitios de experimentación médica, en las que se transgredieron todos los límites éticos de la investigación, y en los que se hizo de los individuos  investigados, sujetos de ensañamiento innecesario y despiadado. Se les sometió al contagio de enfermedades infecciosas para probar nuevos medicamentos y vacunas, al efecto de tóxicos y dosis letales de medicamentos para conocer la tolerancia del organismo humano, a la amputación de miembros y a la extracción y trasplante de órganos sin anestesia, al hambre extrema para conocer en sus autopsias los efectos sobre el hígado y el páncreas, a bajísimas temperaturas para analizar las consecuencias de la congelación del cuerpo, a trepanaciones de cráneo, sin anestesia para observar sus características anatómicas y para extraer el cerebro a personas conscientes durante el atroz ensayo.

Estas conductas criminales, que nos traen el recuerdo de médicos desnaturalizados como Josef Mengele, el “Angel de la muerte” de Auschwitz, condujeron tras los juicios de Nüremberg en 1945, a la expedición de un  conjunto de normas que debían tenerse en cuenta en la experimentación humana. Con el Código de Nüremberg, de agosto de 1947, se pretendió asegurar que nunca más habría en el mundo investigaciones inhumanas.

Y el consentimiento voluntario se hizo desde entonces requisito fundamental para la investigación científica. Había en el espíritu de aquéllas normas una clara noción de lo que terminaríamos por denominar bioética. Pero la humanidad, que se conmovió con las iniquidades del Tercer Reich, tuvo nuevos motivos para estremecerse. Nuevas violaciones ensombrecieron la investigación científica. El experimento Tuskegee resultó otro oprobio. Iniciado en esa ciudad de Alabama en 1932, concluyó en medio del escándalo periodístico cuatro décadas después. Y llegó a ser calificado como "la más infame investigación biomédica de la historia de los Estados Unidos".

El periodista Jean Heller denunció  los hechos en la edición del 25 de julio de 1972 del New York Times,  El congreso de los Estados Unidos ordenó suspender el experimento, pero entonces sólo 74 de los 399 enfermos que comenzaron la investigación quedaban con vida. El experimento, conocido como "Estudio Tuskegee sobre sífilis no tratada en varones negros", sometió a cuatro centenares de negros norteamericanos, pobres y analfabetos, a un estudio para observar los efectos de la sífilis sin tratamiento.  El propósito de obtener un mejor conocimiento de la enfermedad con miras a conseguir su cura dio legitimidad al experimento en un comienzo. Al fin y al cabo en 1932 el tratamiento de la sífilis era tóxico y de dudosa efectividad. Pero en 1947 cuando ya se utilizaba masivamente la penicilina para curar la sífilis, la investigación continuó, privando a los sujetos de investigación de tratamiento.

Si en un comienzo se les había ocultado el diagnóstico, en ese momento se les ocultaba el remedio. La enfermedad o sus complicaciones provocaron la muerte de la mayoría de los enfermos. Esta perversa aplicación de la ciencia con ocultamientos, negligencia y engaños, no fue sin embargo, para los investigadores, motivo de cuestionamiento moral. Uno de ellos, el doctor John Heller, afirmó: “La situación de los hombres no justifica el debate ético. Ellos eran sujetos, no pacientes; eran material clínico, no gente enferma”. En últimas el propósito era continuar el experimento hasta que murieran todos los enfermos para hacerlos objeto de reveladoras autopsias.

El informe Belmont, aparecido en 1979, fue la culminación del trabajo iniciado 5 años atrás, con las revelaciones del caso Tuskegee, por la comisión que abordó desde una óptica interdisciplinaria los peligros en la investigación en seres humanos. Sus páginas consignaron los principios primordiales para la protección de los seres objeto de investigación. Allí se mencionan, acaso por primera vez, los tres principios bioéticos básicos: autonomía, beneficencia y justicia. Las graves violaciones en el campo de la experimentación originaron normas jurídicas que las sancionan y que se erigen, en cierta forma, en barreras que las contienen. Pero no basta el derecho para que la benevolencia rinda sus mejores frutos. Inflexible y perentorio, el derecho no puede exigir más que los mínimos que la moral demanda.

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