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No hay nada que las almas humanas deseen más en el mundo que cruzar aquella puerta, la puerta de la felicidad. Desde que adquieren uso de razón se acercan a ella temerosos y contemplan su imponencia y sus gigantescas dimensiones con preocupación en el rostro.

Ningún espíritu tiene asegurada su entrada. Los poderosos no pueden comprar sus llaves, las bellas mujeres no tienen a quien sonreír hipócritamente para conseguir su ingreso, los fuertes no logran derribarla, los violentos no logran destruirla. Todos intentan ingresar a ella de maneras distintas: construyen potentes arietes para golpearla y esperan que alguien los escuche y les abra, disparan contra ella proyectiles de grandes capacidades devastadoras, unos la perforan lentamente con la ilusión de que algún día se cumpla lo que anhelan, otros, como sanguijuelas, conviven junto a los aguerridos con la intención de, sin ningún esfuerzo, tener su misma suerte en el momento que logren su meta. Pero la puerta desde hacía mucho tiempo no había cedido.

No hubo fecha más inverosímil para todos los que luchaban por ser felices como la del día en que llegó ese singular espíritu. Era pequeño, tenía apariencia de niño, su ropa estaba en mal estado, sus zapatos deteriorados y su sonrisa llena de vida. Contempló la enorme pieza de madera, empezó a acercarse muy alegre a ella y mientras su cara se iluminaba cada vez más - ante la mirada incrédula de todos, dejándolos con la boca abierta-, se robó la felicidad pasando por debajo de la puerta.

Dennis Carpe Diem

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