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Recién desempacado de la provincia llegué a la capital lleno de temores a vivir donde unos familiares lejanos de mi madre; no quiero decir lejanos por la distancia sino por el parentesco, como en cuarto grado de consanguinidad. Eran una pareja (RIP) de ancianos muy amables y una hija solterona, de esas de antes, con pinta de bruja y fastidiosa.

El asunto es que don Emigdio –así se llamaba el viejo- tenía delirio de persecución por los malhechores y no se cansaba de repetirme que saliera armado para defenderme en caso de atraco a mano armada. Él cargaba su arma de fuego, por supuesto.

Una tarde sentí que golpeaban la puerta con desesperación y al abrir encontré a don Emigdio pálido y tembloroso, casi no podía tenerse de pie y lo ayude a sentarse. Cuando se calmó le pregunté:

-          ¿Qué le pasó, don Emigdio?

-          ¡Mijo, me asaltaron unos desventurados hace unos minutos!

-          ¿Y, qué le robaron?

-          La pistola, mijo.

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