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Cuando abrió la puerta, pudo verlo en el piso. Su brazo diestro descansaba de su último intento, sobre el roído colchón del camastro, y su cabeza colgaba, mirando despeinada hacia abajo. Los aromas mezclados con alcohol y tabaco embargaban la respiración.

Reconoció a Juan inmediatamente, pero no se mostró sorprendida. Dejó entreabierta la puerta y, resuelta, se dirigió hacia el ventanuco cuyos vidrios, empapelados al azar con trozos de periódicos, apenas dejaban pasar la tenue luz de la oración.

Arrancó lo que pudo de papeles e inmediatamente giró la falleba que resistía su intento con la oposición del oxido.

Por fin algo de claridad iluminó el pequeño cuarto que la esperaba ansioso. No buscó la tecla de la lámpara, sabía que el servicio eléctrico estaba cortado.

Fue hacia la mesita de luz, decorada con una consumida vela y un vaso volcado. La botella descansaba al pie, entre la mesa y la cama.

Abrió el cajoncito que albergaba un sobre. Aquí está, se dijo, giró su espalda hacia el ventanuco perfilando su luz, mientras rompía velozmente el borde del sobre. Retiró la carta de su interior, y comenzó a leer.

Sus ojos escrutaban el papel y en instantes se sintió desfallecer, dejó caer lentamente su cuerpo y quedó sentada sobre la mesita. El vaso cayó sin romperse. La puerta misteriosamente se comenzó a cerrar sin queja. Ella, abstraída, dejó caer la esquela que silenciosa buscó su destino debajo del cuerpo de Juan. Después, puso las manos apretando su rostro y sus dedos comenzaron a mojarse con el dolor de sus ojos.

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