Pensaba que la juventud le duraría toda la vida. Con sus veinte años nada era un obstáculo. Incluso, la vida no tenía secretos. Tenía todas las respuestas posibles.
La vejez era algo insoportable. Cuando tenía que habar con su abuelo, por cuestiones de dinero, que es lo único que le interesaba, debía armarse de una gran paciencia. El no oírle bien, ya lo predisponía mal. Ni que hablar de su caminar lento. No le importaba ese ser decrepito.
Al ser un chico robusto, se jactaba de su enorme fuerza. Todo el tiempo estaba levantando pesas u objetos pesados. Incluso, eligió un trabajo en donde tuviera que hacer esfuerzo físico, para mantener su estado. Si se le preguntara quien quisiera ser, le hubieran respondido con certeza: yo mismo.
Los primeros diez años, no se noto la diferencia, aunque comenzó a sentir alguna pesadez en lo que hacía, pero los treinta años no eran mucha mella. Diez años más, y ya el peso no era tan fácil de llevar, pero su cuerpo no había cambiado lo suficiente como para preocuparse.
El tiempo es perverso y no tiene miramientos con nadie. A los cincuenta años ya lo era tan fácil, a pesar de los esfuerzos físicos a los que se sometió. Como no quería envejecer, fue a consultar a un vidente. La mujer le dijo que para no deteriorarse progresivamente con el tiempo debía beber una extraña pócima, pero tenía un precio muy alto. El hombre le pregunto cuánto. La vidente le dijo, su propia alma.
Al principio pensó que estaba loca, pero ¡que podía perder! Lo acepto. La mujer le exigió un pacto de sangre. Tomo un dedo y lo corto. La sangre se derramo sobre un papel negro. Pasaron una década, luego dos, tres hasta llegar a siete. El hombre tenía ya ciento veinte años y estaba igual a cuando visitó a la vidente.
Intentó verla en el sitió que trabajaba, pero no la encontró. Siguieron pasando los años hasta llegar a dos siglos. Este hombre seguía viviendo, pero no tenía alma. Solo era un ser humano desde el exterior, pero no del interior. Era incapaz de experimentar ninguna emoción humana. Inclusive cuando algo lo conmovía, intentaba llorar, sin resultado. El amor, el odio, la envidia, la misericordia y todos los demás sentimientos humanos eran ajenos a él. Comprendió que la imagen exterior no era suficiente para ser un humano, pero a todo esto habían pasado diez milenios. El hombre ya no existía, él solo vagaba sobre la tierra, solo una sombra inerte.
¿Que vale más? ¿Solo un pequeño instante de humanidad o la eternidad sin ningún destello humano?