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Una vez inicié un experimento de convivencia marital con la hija de un policía. La metí en mi cama y en mi casa, nos lamíamos el uno al otro las heridas que la vida había ido produciendo en nuestra piel. Nos peleábamos, nos reconciliábamos y amábamos a jornada completa, hasta que un día se fugó con un camionero.

La peor parte de un proyecto de vida truncado siempre se la lleva el que se queda, el que permanece en el lugar donde se desarrollaron los hechos, pues los restos de la persona ausente se distribuyen por toda la casa, por el vacío de una vivienda que se convierte en la réplica de tu mala conciencia. Y esos fragmentos aparecen en los momentos de mayor debilidad para atenazarte el alma. Detalles conmovedores de una presencia desvanecida, restos de mujer sobre la conciencia de un hombre. La hilatura de un pelo rubio, como pececillo de plata, enredada en un cepillo, manchas de esmalte en la manecilla de un cajón, un pendiente extraviado, una pistola olvidada entre un manojo de cedés. La pistola de su padre, fallecido mientras ella estaba en casa. Sopesé el arma, acaricié su culata, era de una rugosidad placentera. Retiré el cargador, una ristra de balas aparecieron ante mis ojos. La descargué y la guardé en un cajón.

Le conté lo de la pistola a Raúl, mi mejor amigo. Esa guarra te la ha dejado ahí para que te pegues un tiro. Raúl es jorobado, por lo que entiende mucho de “paquetes”, y un arma de aquellas características suelta por mi casa era un buen “paquete”. Pasaron un par de días y ya casi había olvidado el incidente, cuando apareció sobre la encimera de la cocina. El prodigio me dejó alelado. Intenté construir diversas teorías que explicaran el suceso, la posibilidad con más lógica era que la asistenta la hubiera sacado del cajón donde la guardaba, para olvidarla allí, en un lugar que no le correspondía y de cuya destructiva naturaleza la cocina se impregnaba de manera obscena. Sin embargo, mi mejor hipótesis se derrumbaba ante el hecho indiscutible de que no tenía asistenta. Cogí el arma, la sopesé, volví a experimentar el tacto placentero de la culata. Retiré el cargador. En un avance imparable de lo incomprensible, todas las balas estaban ahí, dispuestas a ser propulsadas tras una caricia de gatillo. La descargué de nuevo y la arroje en la estantería más alta de la cocina.

A la mañana siguiente me la encontré en la pica del lavabo. Quería secarme la cara y palpé en dirección a la toalla, tropezándome con ella. Fue como descubrir a un alacrán escondido entre cojines. Con gran aprensión, la metí junto al secador. A partir de ahí, la cosa fue degradándose a marchas forzadas. La pistola me perseguía por toda la casa. Cuando iba a darle al ratón del ordenador, allí estaba ella, su culata rugosa y placentera en substitución de la prolongación informática. Cuando, medio somnoliento, me acurrucaba en el sofá a practicar algo de zapping mis dedos, en lugar de tropezar con el mando a distancia, se adherían a la empuñadura rugosa y placentera. A punto estuve, en más de una ocasión, de volar la pantalla de un disparo. Cosa que hubiera mejorado la programación sensiblemente.

Tal vez suene ridículo, pero es cierto, los objetos pueden llegar a acosarnos. Algunos, provistos de un alma oscura, son ruines y están llenos de malas intenciones. Podía haber arrojado el arma a la basura y olvidarme del asunto, pero aquella cosa tenía una finalidad y yo no era quien para interponerme a unos designios que iban más allá de lo humano y divino conocido. Así que regalé la pistola a un amigo que trabajaba en el “Teléfono de la esperanza”. Era tal su abnegación, que en ocasiones hacía visitas fuera de horario a los depresivos con los que trataba. Toma, le dije. Esta pistola nació con el objetivo de terminar con la tristeza de un hombre, y tú conoces a muchos en situación de penuria emocional. A los dos días, mi amigo se descerrajó un tiro con mi regalo. No fue un obsequio con mala intención, desconocía que su mujer acababa de abandonarle por un panadero.

Lo jodido de algunos objetos, es que nacen para ser usados.    

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