Mi padre abusó de las bebidas alcohólicas durante toda su vida; su sistema nervioso estaba alterado todo el tiempo y para solucionar el temblor convulsivo de sus manos y el malestar general acudía a los tranquilizantes que podían adquirirse libremente en las droguerías: Diasepan, Valium, Librium y… Su mesita de noche estaba repleta de sobres de dichas pastillas porque si no se tomaba por lo menos una de cada clase no podía dormir.
Todo estuvo bien hasta un día que el gobierno determinó que algunas medicinas ya no eran de libre adquisición y para comprarlas el paciente debía presentar la respectiva fórmula expedida por un médico autorizado por el Ministerio de Salud. La lista de drogas controladas no era muy grande pero si abarcaba todos los calmantes, tranquilizantes y analgésicos de alto poder, entre ellos los que utilizaba mi padre, que en paz descanse, para sus problemas nerviosos.
Cuando el farmaceuta le negó su pedido, mi padre se enfureció, levantó la voz y le gritó unas cuantas verdades (eso dijo él después; nosotros pensamos que dichas verdades se referían a la honradez de los hombres de la familia del pobre droguista y a la moral de las mujeres, incluyendo a la madre); le pidió explicación de la negativa y así quedó en la memoria de la droguería:
- ¡Déme la razón para no venderme mis remedios!
- Mire señor, los científicos autorizados determinaron que esos medicamentos pueden causar adicción.
- ¡Qué adicción ni que nada, yo me los tomo todos los días desde hace más de veinte años y no soy adicto a esas drogas…!