El recinto a reventar era bañado por el sol primaveral de medio día. El campo se extendía ante los ojos, profundos y negros de Rurú en una promesa inédita; las derrotas eran cosa común, pero el ambiente hacía pensar en buenas posibilidades. Tenía el sol a favor, su sombra larga al frente y las ganas, sobre todo las ganas. El público aclamaría su nombre y los grandes equipos pelearían el número en su espalda. Esa camiseta valdría como un lingote de oro y el cuerpo suyo, igual que un galeón hundido. Los que siempre se burlaron de él conocerían el sabor de la envidia, y el hambre, la que muerde, no se asomaría nunca a su puerta.
La cosa era fácil, estaba solo en la delantera, el portero estaba lejos de su cabaña. Era un tiro seguro que lo llevaría a la gloria. Concentrado vio el arco enemigo. Calculó el viento, la distancia; observó las posibilidades de colarse. Esta vez se coronaría el rey de la contienda. Tomó distancia perfilándose… estrelló el pie desnudo en la lata vacía de refresco. El polvo se agitó y, en un camino errante, el objeto voló por los aires para estrellarse contra el poste telefónico.
- Fallé otra vez...-, dijo tristemente, y con las manos en los bolsillos se alejó de su reciente derrota pateando la tierra suelta. A sus doce años había perdido por enésima vez el encuentro con la vida.