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Tornasol.

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Cuando la infancia se acabó no tuve tiempo de mirar hacia el pasado. En la escuelita, seguramente se quedaban momentos que yo patenté con una soledad amable: los juegos de canicas sin contrincante, la rayuela dibujada en una esquina de la cancha sólo para mí, el saltar neumáticos viejos bajos soles intensos o simplemente ver a los demás niños jugar sin esperar invitaciones; y así disfrutaba yo, y nunca aprendí a hacer amigos pero no me importaba, yo sólo vivía. No era triste, era más bien melancolías acogedoras bajo tardes violetas y degradadas a rojo, con un calor suave menos veraniego, que me envolvieron de misterio, de invisibilidad, de sonrisas corteses para los otros.

Parece muy tonto, pero me parecía único regresar a la casa ya agonizante la tarde mientras corretiaba a mitad de la calle y me enbelesaba con mis juegos inventados, después de la clase de artística donde hacíamos manualidades y casi siempre usabamos escarcha tornasol: podía adoptar cualquier color, brillaba con el color que fuera. Al mismo tiempo que llevaba el uniforme y el pelo con demasiados cristales imposibles de sacar; y no importaba si luego llovía y se mojaban los cuadernos, no importaba si mi casa quedaba lejos, eran cosas tan simples que nunca supuse que hoy todo eso sería un buen ayer.

La vida en tornasol. En el planeta amarillo los niños corría(mos) descalzos jugando al escondite para matar un poco el hambre, nuestros pies se llenaban de polvo y tierra y ante la sed nos comíamos un helado de 50 pesos que parecía gaseosa congelada en forma de cono. Así hasta la noche para luego entrar a la casa y comer lo que hubiera de cenar, mientras se luchaba por capturar la señal de la televisión para hacer las tareas al mismo tiempo, luego acostarse y quedarse dormido con la radio encendida escuchando músicas viejas.

Lo que quedaba de tornasol lo echaba en agua enjabonada para hacer burbujas multicolor, tornasol en los sueños. El sol era exasperante y el viento solía morirse, las burbujas volaban al ras de los tejados intentando adornar el barrio maldito, y mientras se acababa la infancia me pude regalar largas carcajadas de chistes contados por mí mismo, en esos tiempos el tiempo no se iba tan rápido como ahora. Tornasol en la soledad.

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