El cementerio local era visitado por las noches, por un vulgar ladronzuelo, que buscaba pequeñas baratijas de bronce, floreros y otros objetos depositados en las tumbas, para revender a inescrupulosos comerciantes, de artículos robados.
Según cuentan los vecinos, ese conocido señor vivía en el barrio, y para acortar camino, cruzaba la avenida principal del camposanto. Catalogado como guapo y desafiante, su trabajo nocturno era toda una rutina.
Aquellos que lo conocían lo veían como un experimentado y desafiante visitante de tumbas. Muchas veces en charlas de copetines, contaba a sus amigos, que a un finado le había robado la noche anterior, el crucifijo de su lápida. Orgulloso por su valentía, hacía alardes en los piringundines de pueblo. Una noche llega a tranco lento y seguro en busca de su rico botín. Cuando se enfrenta a un deteriorado panteón, escucha una voz, que entrecortada y ronca repite: “¡Tú eres de aquí, tienes que entrar!” Sacude la cabeza, se ajusta el cinturón de su pantalón, y camina lentamente. Nuevamente se escucha la voz: “¡Tú eres de aquí, tienes que entrar!” Un frío sudor corrió por su rostro. Sus manos comienzan a temblar y a sentir seca su garganta. A su vez pensaba ¿Cómo un hombre tan guapo se dejaría amedrentar, por una simple vocecita?
La voz no dejaba de escucharse. Algo más pausada y cada vez más cerca.”!Tú eres de aquí, tienes que entrar ¡”. Haciéndose de coraje deja su bolso en el suelo y decidido a todo, busca alrededor del panteón la voz misteriosa. ¡Sorpresa de aquel hombre! Tirado en el suelo con muchos vinos en su haber, se encontraba un viejo mendigo, que trataba de ubicar un botón de su chaqueta en el ojal correspondiente. Nuevamente escuchará su voz, que retumbaba en el silencio de la noche. Ahora todo era diferente. El miedo paralizante del comienzo, quedó en el anecdotario. A partir de esa noche, juró ante la tumba de su finadito abuelo, que nunca más entraría a robar a ese lugar sagrado.
