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Mi familia fue de esas en las cuales se cumplió el precepto bíblico de “creced y multiplicaos” y nunca me expliqué por qué a ninguno de mis hermanos o primos les otorgaron tanta confianza y acceso al dinero o los artículos de la tienda ni de las casas. Muchos años después se comentaba de los sucesos de la infancia pero nadie me relacionaba con pérdidas de dinero u objetos. El primo médico de vez en cuando debía realizar autopsias y un día me invitó; vomité hasta el alma y sólo pude tranquilizarme con el trago que me dio para el cuerpo y el espíritu pero, jamás pude olvidar el olor nauseabundo de ese cadáver de tres o cuatro días, la hinchazón total, la expresión de esa cara deforme por el dolor de la agonía, los ojos sin brillo, el color amarillento, los dedos engarrotados, y todo el cuerpo rígido por la agonía de la muerte. Ese fantasma, junto al de la oscuridad y el encierro me persiguieron durante toda la vida. Mis amistades, que no amigos, fueron muy pocas, nadie quiere ser amigo de un niño extraño que se la pasa leyendo y habla de unos personajes que nadie conoce y cuando se le invita a jugar propone juegos como los tres mosqueteros, Sandokan, Tarzan y otros personajes que no conocían en el pueblo y que sólo llegaban en las aventuras de los periódicos dominicales que utilizaban los tenderos para envolver los artículos porque la gente de bien leía las noticias políticas y sobre la guerra de Corea y el pueblo raso en general era analfabeta.

Los niños de mi edad decían que estudiar era para los estúpidos y que por eso mi familia era de las más pobres del salón de clase donde estábamos (esto lo digo yo ahora) porque perdíamos el tiempo con los libros mientras sus padres eran agricultores y ganaderos, actividades que dejaban dinero. Yo esperaba que, de pronto, mi padre llegara con la noticia de que uno de sus grandes negocios le había resultado para humillar a los lenguaraces... y nada. Mi querido, extraño y lejano padre llenó mis oídos infantiles de negocios fantásticos, imperios familiares, riquezas incalculables y fantasías extraordinarias que yo le creí, primero sobre sus piernas cuando muy niño y después sentado cerca de él cuando seguía hablando de mis excelencias de hijo y sus proezas sexuales y mercantiles; años más tarde descubrí que la mayoría de alcohólicos sufren de los mismos delirios de grandeza y construyen, en su imaginación, imperios comerciales, emporios ganaderos y agrícolas y entre ellos se las creen. Por extraño que parezca se hizo gran amigo de mi primo médico; lo único que los unía era la afición a la bebida y ni eso porque mi padre prefería las bebidas fermentadas y el doctor las destiladas; el primo leía y asimilaba mientras mi padre pensaba, como el resto del pueblo, que la lectura era un hábito de bobos y perdedores. Nunca lo vi ganador  y lo amaba y quería que me quisiera; jamás se bajó de su pedestal para acariciar, de veras, a un hijo; pasados muchos  años se volvió tierno con mis hermanos menores y con los nietos... mucho tiempo después, cuando ya para qué.

El final de mi infancia llegó brutalmente con la noticia de que nos cambiábamos del pueblo a una pequeña ciudad de provincia con mayores posibilidades de estudio y de trabajo y para que el papá nos visitara con mayor frecuencia: todos nos llenamos de alegría; enseguida y casi sin respirar me soltaron el rollo, por ser el mayor, y por una disposición de la república, me ganaba una beca para estudiar en calidad de  interno en un colegio oficial lejos del pueblo,  mis padres, mis hermanos y mi hermosa abuela, el único consuelo y puerto de mis congojas; cómo iba a saber que esa ausencia duraría seis largos años y cambiaría todo, lo que se dice todo, de mi vida.

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