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Sobre esta cama, en el sopor de la habitación, soporto un silencio que no enmudece del todo y un desgarro doloroso pero callado en mi estado de somnolencia. Evoco el pasado y lo percibo cercano, detrás de la última hora anterior. Es una sustancia etérea que arroja olas de reminiscencias. En el entresueño algunas imágenes  me resultan agradables. Otras, en cambio, se precipitan como cataratas de esperpentos.

A intervalos distingo rostros remotos de quienes fueron mis amantes del pasado. De aquellas disfrutadas entre sábanas furtivas y que por secretas eran la quintaesencia de lo prohibido. Con ninguna, sin embargo, se hizo persistente el amor que pudo insinuarse.. De aquellas mujeres atraviesas sus miradas  mi conciencia mientras reposo en condición de convaleciente.

Lo peor, para mis sentidos sería que la evocación se convierta en una idea fija y que zumbe su moscardón en mi cabeza al filo de la noche. Es probable que la obsesión se ensañe conmigo.

Las historias de mis amores resuenan con una voz interior que no se parece a la mía. Me reprocha, esa voz que parece dirigida al que antes fui,  la absoluta indiferencia para retener a uno solo de ellos, al menos, más allá del tiempo efímero de los deseos declinantes, en alcobas clandestinas.

Me recuerda asimismo, esa voz, que no hubo desayunos que prolongasen los aromas del café bajo un techo que de haberlo querido, pudo haberme refugiado.

Estúpido de mí, por ese entonces, si no supe guarecerme a tiempo para prevenirme del desamparo actual.

Mi adicción a los amores prohibidos hacían de mi un portador poco confiable de las llaves que abrían las puertas de sus residencias. Solía no regresar a esos lugares donde dejaba una leve huella de amante fugitivo. Aquél estilo de amador volátil, probador de sabores al paso, fue la consecuencia de un amor tormentoso, improcedente y fatal, que arrolló mi corazón en la adolescencia.

Desde aquellos lejanos días quedé cebado, como un felino después de la primera presa.

Nunca me avine a otra intensidad que no fuese la de invadir carne, voluntad, libido, sentidos y excitación de mujeres que no se aventuraran a llevarme más allá del límite de un par de sábanas habilitadas para la ocasión. Ahora, a través de una fugaz lucidez, me repruebo el temor que siempre tuve por el amor en plenitud, a pleno sol, a fuerza de renovados impulsos, con la sangre amanecida y  oxigenada, cada día,  por el aire matinal. Actuaba de oportunista, con buena cintura  para esquivar los mazazos del amor. Satisfecho, salía de las intimidades esporádicas como aquél que emerge de un quirófano sin la noción de haber estado allí. Me era imprescindible sostener la indiferencia.

En la revisión de mi pasado se desvanecen rostros y recupero nombres ya exiliados de mi lenguaje, mientras resurgen nítidos pero breves, muchos instantes que pasaron como exhalaciones.

Las añoranzas tejen su entramado, iguales a las arañas que desovillan sobre la pared de  esta habitación pulcra y desolada del hospital.

El entresueño, liviano,  me conduce por una calle hasta su esquina a la que no alcanzo a pisar. Antes de llegar, ese lugar  se  traslada  a la  próxima cuadra. Y así, sucesivamente. Parece una metáfora de mis vínculos sentimentales a los que nunca hice míos antes de dejarlos  atrás. Una revelación sorprende a  mis recuerdos, la visualizo en la figura de un hombre solitario, condenado a la impresión de horror por no haber dejado las huellas de sus manos en uno solo de los milímetros de piel por los que anduvieron rasantes.

De allí mi sensación de decadencia, similar al de un artista cuya fama se diluyó en el tiempo

.La que tuve yo, de trota camas, se traduce ahora con figuras fantasmales, mientras reposo inofensivo y sin  gloria, como un guerrero vencido.

De aquellas mujeres recobro sus aromas, escucho los timbres de sus voces, me acusan sus miradas, algunas  desvanecidas como brillos en la niebla. La memoria del tacto, que alguna vez debió ser tibio, me estremece ahora y espanta, como si de repente un batracio frío se apoyara en mi frente. Siento a mis manos que las impulsa el deseo de acariciar, pero permanecen quietas al costado del cuerpo. Percibo un estremecimiento en la entrepierna. Busco una protuberancia que no logro palpar, aunque me excita un estímulo interior, cerebral, reconcentrado. Me figuro un sinnúmero de almohadas perfumadas, una sucesión de puertas que atravieso sin hacer ruido, un cúmulo de bocas pidiéndome lo que mi cuerpo  ya no puede ofrecer. Veo sonrisas, burlándose de mi convalecencia. Mis pensamientos lascivos, inútiles por otra parte, se alimentan del miedo a la duda que habrá de ser una certeza. Son una réplica a la frialdad de esta cama de hospital, carente de sensualidad y vacía de estímulos.

Los médicos socavaron mi carne y efectuaron una mutilación. Cinco tumores microscópicos, descubiertos en la biopsia,  habían ratificado la existencia de un cáncer de próstata. La extirpación quirúrgica fue completa y el riesgo, uno de varios, es el de la incontinencia urinaria, no obstante la insistencia de los médicos en asegurarme que habré de superarla... No así la carencia de semen, por lo que no volveré a eyacular.

Una tercera consecuencia sobrevino igual a un corte de energía. La sospecho irreversible, a pesar de conservar intacta mi capacidad para el deseo y la excitación. Es la impotencia que se yergue para asestar un duro revés a mi orgullo. La siento agazapada, dispuesta a burlarse con una cruel ironía de mi pasado, abundoso en sangre apresurada por subir al palo mayor para henchir las velas de mi barco sin puerto.

El café huele bien y aspiro su aroma con desconcierto al escuchar murmullos de cafetera y de un canturreo dulce que proviene de un lugar contiguo, dentro de este departamento donde acabo de despertar.

La pesadilla todavía sobrevuela mis sentidos. Atino a tocarme la entrepierna sin llevarme, por fortuna, una sorpresa. Me prometo no reprocharme jamás, en el futuro, por una vida licenciosa, cuyo estilo no considero sea el de la mía, en el presente. Son éstas sólo travesuras que mis amigos celebran cuando luego les relato sus avatares. Es curioso, pero uno de ellos, siempre me pregunta sobre la rigidez o la blandura del colchón que conocí de la última cama ajena donde pase la noche.

Rene Bacco

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