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Durante algún tiempo sin memoria de mi eterna existencia, yo caminaba muy mal, porque me costaba muchísimo trabajo asentar los pies en la tierra.  Es algo así como si yo caminara en el aire pero con la necesidad de poner cada pie en la tierra a cada paso, lo cual se me dificultaba seriamente.

Un buen día se me aparece Dios con una cruz muy, muy pesada; demasiado pesada para mí.  Dios tiernamente me pide que lleve esa cruz a mi espalda hasta el final de mi camino; Dios me dice que: primero le hago a Él un gran favor y segundo que a mí me sirve mucho porque el enorme peso de la cruz me obliga a poner los pies sobre la tierra porque me empuja hacia abajo con lo cual me afianza y esto me asegura un paso cómodo y seguro. 

A pesar de ser Dios quien habla, yo no me convenzo fácilmente de que esto me sirva de mucho porque yo lo que estoy viendo y palpando es que se trata de una cruz demasiado pesada y siento que no tengo ni la fuerza ni el poder suficientes como para cargar mi espalda con semejante  suplicio tan descomunal.

Un poco avergonzada con Dios por no confiar en él; por creer que yo puedo saber más que él,  finalmente acepto hacerle el favor de llevarle esa cruz a mi espalda hasta el final de mi camino donde Él mismo, el mismo Dios, está listo para recibirla, con la certeza de que me es de gran ayuda para afianzar mis pies en la tierra durante mi largo recorrido. 

Una vez acepto  el monumental reto, aún a sabiendas de que es infinitamente superior a mi fuerza y a mi poder, Dios me hace una advertencia, sin enfatizar en mayores recomendaciones.

Con el trato hecho, Dios me anticipa que tenga mucho cuidado con el diablo porque en algún punto de mi largo camino sale a quitarme la  cruz porque sabe que es de Dios y que para devolvérmela yo le tengo que entregar mi alma.  Dios me dice que además ha tenido informaciones que el diablo me anda persiguiendo pero que no me ha podido alcanzar.  Obviamente,  yo comprendo rápidamente la recomendación de Dios y no necesito mayores explicaciones o argumentos para tener presente durante todo este largo camino que me toca recorrer con la cruz de  Dios a mi espalda, que no me puedo dejar del diablo y que por mí y para mí, tengo que defender y proteger esta cruz así sea con mi propia vida hasta que por fin se la devuelva a Dios al final de mi largo trayecto.  Sin embargo, Dios me dice que mi cruz tiene que ser muy pesada para que me afiance muy bien al piso y que además esta cruz tan pesada me fortalece porque  es lo único que me garantiza Su Presencia, Su Auxilio inmediato y eterno, es decir, que la cruz es muy pesada pero afianza y fortalece.

Ya para despedirnos, Dios me dice que en el momento en que el diablo me salga y si yo me doy cuenta o siento algún temor o si percibo algún peligro, que lo llame a Él, que llame al mismo Dios que Él inmediatamente, se presenta a socorrerme y nada habrá pasado, pero Dios me hace énfasis en que yo si debo estar muy consciente de la presencia del diablo en cualquier paraje de mi extensa caminata.

Y así, contenta por prestarle un servicio a Dios y animada por saberme protegida por Él, me despido del Señor e inicio mi recorrido hacia el final de mi sendero, donde nuevamente me encontraré con Dios para entregarle la cruz que me ha encomendado.

Y se cumple la advertencia de Dios respecto a las apariciones del diablo durante mi recorrido.  Muchas, muchísimas son las peleas que sostengo con el diablo por evitar que éste se quede con mi cruz y que luego, para devolvérmela  exija que yo le entregue mi alma. 

En todas y cada una de estas batallas solicito la asistencia Divina y en todas ellas cuento con la Presencia y el Amparo de Dios para derrotar al diablo.  Sin embargo, el diablo es mañoso y me cambia la estrategia sin que yo me alcance a dar cuenta y, por consiguiente, me confío  y no invoco la ayuda de Dios.

Cargando sobre mi espalda la pesada cruz que Dios me pide que le lleve hasta el final de mi trayectoria donde Él me la vuelve a recibir, , el paso se me hace firme y seguro y, a pesar de las crueles batallas que sostengo con el diablo por evitar que me robe la cruz, me rinde muchísimo mi andar y estoy ya a unos pasos de concluir mi camino cuando sucede algo tan puro y tan bello que todavía dudo si es que también no logra engañar a Dios.

Estando como a unos dos o tres pasos para llegar al final de mi camino y devolverle su cruz a Dios, se me aparece el ser más radiante y fascinante  que pueda imaginar la mente humana más fantasiosa.  Se trata de un ser uniforme pero sin forma; es un ser tan inmenso que no lo alcanzo a abarcar completamente porque supera mi campo visual; es un ser tan radiante que  encandila mi visibilidad; es un ser tan luminoso que ilumina todo mi interior y me obliga a pensar que se trata del Espíritu de Dios.  Su voz, sus gestos, su tacto… tan solo pueden inspirar paz, sosiego, descanso.  De este ser brota una suave brisa que atrapa y abriga con ternura y amabilidad.

Sinceramente ante un ser de tal magnitud y estando ya tan cerca del final de mi camino donde Dios   me espera para que le devuelva  la cruz que Él me ha encargado, lo único que se me ocurre es que Dios se compadece de mí y se adelanta un poco para recibirme su cruz ya.  Y este instante, este mínimo segundo de desatención y desconcentración fue mi  entrega a mi esclavitud.

Ante un ser tan radiante y fascinante, que me atrapa en su suave brisa y me abriga con ternura y amabilidad, yo me confío y plenamente convencida de que estoy frente a Dios, claudico y depongo mi cruz…  Inmediatamente este ser se transforma en un demonio indescriptible y perverso cuyo único objetivo es que yo le entregue mi alma…

 

 

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