MINERAL
Lentamente me voy haciendo parte del atardecer fuera de la casa. No parece cambiar nada en la vida a medida que el tiempo se va a la velocidad en que se murieron mis sueños; la humanidad añora y desea cambiar, los caminantes lloran y celebran el mundo mientras sangran sus pies. Yo hace mucho tiempo que no tengo nada que perder, lo que perdí ya pasó y eso me da la sensatez de sentarme en el andén de mi casa a contemplar los últimos ocho minutos de sol. Los niños juegan a tumbar almendras y comérselas, como, algunas veces, el único mecato que comerán en el día. Hace muy poco, en mi octavo cumpleaños, quise de regalo montarme en una de esas ruedas del circo que habían colocado a mitad de un parque católico, pero soñar es mucho más que querer, y quise y soñé, y fue un buen momento para mí. La brisa de la tarde comienza a soplar más fuerte y yo siento volverme arena; anaranjado y rojizo, mi cuerpo se vuelve preso del paisaje. Ya no debo nada, solo unas cuantas nostalgias subtituladas en la música.
Las cinco y treinta minutos de la tarde. El sol aún sigue, ya llegará la noche. Entro a la casa y abro la ventana para que haya un poco de luz. Lo que yo quise que se convirtiera en un hogar, hoy son solo paredes, pero, es mi propio hogar, el mío, el que nadie quiso y está bien, el que ya es libre de anhelar la vida de los demás. Aquí, donde morí y volví a nacer, no hay reproches de ningún tipo, quedo adormecido frente a la ventana y el último suspiro del sol atraviesa mi estado mineral. Entonces soy tan pequeño como un gramo de polvo, arenilla de polvo que circula sin gravedad por toda la casa.
No, ya no hay vacíos. La noche llega como eco que viene de otros lugares, haciendo parpadear las primeras estrellas. Queda el árbol que imita una pesadilla, almendras en el suelo, de día muy hermoso. El mineral está en todas partes pero no le resta ligereza al aire que respiro, cuando los postes de la calle reemplazan el sol formando un nuevo rectángulo en el suelo de mi oscuridad.
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