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25 de Septiembre de 1.984. Little Rock, Arkansas.  

 

Como todas las mañanas, Arthur se había levantado temprano. Mientras preparaba el desayuno, oyó un ruido en la parte delantera de su casa. Tal vez el periódico o alguna correspondencia, pensó. Como vivía solo, no tuvo más remedio que ir él mismo a ver. Se encontró con una carta. La recogió y leyó el destinatario:  

Mr. Arthur Stevenson. 811 North Street. Little Rock, Arkansas”. El timbrado decía “París, 25 de Septiembre de 1.944”. ¡La carta tenía cuarenta años de antigüedad!.

No lo podía creer. Una pieza postal entregada después de tanto tiempo. Luego pensó que podría ser factible. En esos años de la Segunda Guerra Mundial, Europa era un caos. El lo sabía muy bien porque había servido como militar estadounidense en Francia.

Tal vez la correspondencia fue retenida por el ejército y ante la imposibilidad de destruirla, habrían decidido enviarla  a sus destinatarios. ¿ Pero después de tanto tiempo ?. Parecía una explicación descabellada, pero no imposible. En todo caso, intentaría averiguarlo con las autoridades del Correo Postal.

Solo restaba ver quién la remitía. Cuando leyó el nombre de “Anastasia Boissieu”, su cuerpo comenzó a temblar y rápidamente aumentaron los latidos del corazón. Se aferró fuertemente a la carta, la llevó al living y la apoyó en una mesita de madera. Luego se sentó en un sofá y se quedó observándola. No tenía coraje para abrirla. De pronto, todos los recuerdos de esa mujer revivieron en su mente.

 

 

***

  

 

 

Agosto de 1.944, París.

 

La ciudad había sido liberada recientemente por las fuerzas aliadas y yo formaba parte de ese ejército, como militar estadounidense. Aunque la guerra aún no había terminado y la devastación estaba por doquier, los habitantes se sentían felices de haberse librado de la nefasta ocupación alemana.  

Una noche que tenía franco, decidí recorrer la ciudad a pesar del entorno desolador. Caminando por la Rue de Lappe observé a una hermosa chica, delgada y de cabello rubio, que estaba tirada en la acera. Inmediatamente me acerqué y la ayudé a incorporarse. Luego le pregunté en francés:

― ¿ Se encuentra bien mademoiselle ?.

― Si monsieur. Solo tropecé con algo y caí al suelo, pero ahora estoy bien gracias a su ayuda.   

No obstante esas palabras, la joven seguía cojeando. Evidentemente, el golpe había sido más importante de lo que ella decía. Me ofrecí a llevarla para que la asistiera un médico de mi compañía. Observó detenidamente mi uniforme, tal vez eso le inspiró confianza y por suerte aceptó. El diagnóstico del galeno fue una torcedura de tobillo; la vendó y le dio un medicamento. Posteriormente la llevé a su casa y me aseguré que estuviera cómoda. Antes de despedirme de ella, me atreví a decirle:  

― Mi nombre es Arthur Stevenson.   

― El mío es Anastasia Boisseu.

― ¿Puedo verla mañana mademoiselle, solo para saber cómo sigue? ― le pregunté titubeante.

― Por supuesto Arthur.   

Cuando escuché mi nombre pronunciado por tan bellos labios, me estremecí completamente. Esa noche, en la barraca, no podía dormir. La suavidad de sus manos, el sonido apacible de su voz, los ojos celestes levemente rasgados y toda su persona, no dejaba de rondar mi cabeza. Estaba enamorado de ella, sin duda.  

Al otro día fui a verla a su casa. Ella me atendió apoyada con un bastón. Nos sentamos en un sofá. Detrás, había una puerta de caoba herméticamente cerrada. Era extraño ya que eso quitaba ventilación a la casa, pero parecía no importarle.  

 Anastasia me relató que era soltera y sus padres habían sido asesinados por los nazis. Vivía sola en esa gran casona que heredó de ellos. Durante varios días continué visitándola. Conversábamos largas horas. Le abrí completamente mi corazón.   

Lo único que me intrigaba era esa puerta que siempre estaba cerrada. ¿ Que habría detrás?. No quise preguntarle si ella misma no me lo decía.

En la segunda semana de conocerla,  se había recuperado totalmente y entonces comenzamos a dar largos paseos por la ciudad. 

Una noche, sentados en una banca a orillas del río Sena, le tomé la mano y le dije:

― Te amo Anastasia, como jamás he amado a nadie. Quiero que seas mi esposa. ¿ Te casarías conmigo?.

Ella se quedó en silencio con una mirada muy triste. Luego me contestó muy apesadumbrada:

― No lo puedo hacer Arthur. Lo siento.

Se levantó rápidamente y corrió desenfrenadamente. La seguí hasta que pude detenerla, tomándola de los brazos.

― ¿ Que te sucede Anastasia ?. ¿Por qué lloras?. ― le pregunté mientras la abrazaba fuertemente. Luego agregué ― Puedo aceptar que no me quieras, pero tengo que saber porque mi amor te lastima tanto.  

― Yo te amo también Arthur. Es otra cosa y no puedo decírtelo.

― Por más grave que sea, lo aceptaré. ¿No entiendes que te amo? ― Volví a insistir, tratando de medir mis palabras.

Anastasia se soltó de mis brazos, escurrió sus lágrimas con las manos y se fue a paso veloz. Me paralicé, no podía mover ninguna de mis piernas. Estaba perturbado por lo que me había dicho. Solo pude observar su esbelta figura alejándose lentamente de mí y no ser capaz de impedirlo.    

Insistí algunos días más, pero ella no me recibió. Finalmente, la guerra había terminado y tuve que regresar a Estados Unidos.

Jamás pude olvidar a Anastasia. Nunca pude volver a sentir un amor con tanta intensidad.

   

***

  

Ahora, luego de cuarenta años, Arthur se encontraba con una carta de su amada. Solo le quedaba un camino: abrirla y leer su contenido.  

 “París, 25 de Septiembre de 1.944. Arthur, te he amado desde que te conocí, pero no podía casarme contigo, a pesar del dolor que eso me causaba. Fui dura contigo esa noche a orillas del Sena, pero no podía decirte más. Mi corazón estaba lleno de dudas y miedos. Durante la ocupación fui violada por oficiales de  la Gestapo. De ese horror, nació un niño al que llamé Pierre.  Lo he mantenido escondido en una habitación de mi casa. Si mis vecinos o cualquiera de la resistencia hubieran sabido que es hijo de un nazi, no importando las circunstancias, podrían haber tomado represalias contra él. El odio de los franceses hacia los nazis era profundo. Tampoco podía imponerte el niño y que lo aceptaras como propio.  Fui una tonta. No debí ocultártelo. Solo puedo confesarte la verdad a través de esta carta, espero que me perdones. Creo que no es tarde todavía. Podemos ser una familia y compartir nuestro amor para siempre. Solo espero tu respuesta amor mío. Anastasia”.

Arthur arrojó el texto al piso y se quedó desplomado en el sillón. Sus lágrimas eran incontrolables. “Por supuesto que te habría aceptado. ¡Cómo no hacerlo Anastasia… yo te amaba!”, balbuceaba en la soledad de la habitación.

Permaneció inmóvil por un par de horas, con la mirada perdida en el infinito. Su amargura era profunda. Lentamente comenzó a crecer en su mente una loca idea: tal  vez no era tarde. Debía intentarlo. Además, que podía perder.

Al otro día tomó un avión a París. Cuando llegó se dirigió directamente a la dirección que conocía. Extrañamente la fachada de la casa no había cambiado a pesar de los años. En ese lugar había dejado por última vez a Anastasia. Se detuvo en el umbral, indeciso. “¿Me recordará?”. “¿Como será ella ahora?”. “¿Estará casada?”: todas estás preguntas atormentaban su alma. Luego de unos minutos en ese estado, tomó la decisión y llamó a la puerta. Lo atendió un hombre de mediana edad, delgado, rubio y de ojos celestes. Arthur le preguntó:

― ¿ Aquí vive Anastasia Boisseau ?.

― Vivía aquí, pero falleció hace una semana. Yo soy su hijo, Pierre. ¿Usted quien es y que desea? ― interrogó el hombre.

Arthur se quedó en silencio. No lo esperaba. Bajó la mirada y respondió:

― Solo soy un antiguo amigo ― Es lo único que se le ocurrió decir. Luego se atrevió a preguntar ― ¿ Se casó alguna vez ?.

El hombre presintió que ese viejo era algo más que un simple amigo. 

― Mi madre siempre estuvo enamorada de un joven norteamericano llamado Arthur Stevenson. Nunca lo pudo olvidar, según me confesó.

― ¡Yo soy ese hombre! ― una inusitada determinación lo hizo reaccionar con ímpetu.

Pierre se conmovió porque conocía la historia. Lo invitó a pasar y lo llevó directamente a la habitación de Anastasia. Se quedó parado en el centro observando a su alrededor todos los objetos de su amada. Acarició con su mano cada mueble que ella había usado, tratando de sentir su presencia. Tomó una cajita de música, la abrió y escuchó su nostálgica melodía. Siguió observando todo el lugar hasta que divisó un cuaderno: era su diario personal. Lo examinó cuidadosamente; en la última página, fechada el día anterior a su muerte, había escrito “he tratado de enamorarme, lo juro, pero siempre fracasé. A pesar de todos estos años, nunca he podido olvidar a Arthur.  Tal vez él sea feliz con otra mujer, tal vez tenga sus propios hijos, no lo sé.”  

Sus ojos se llenaron de lágrimas, de dolor, de pérdida. Observó lo impredecible  y cruel que puede ser el destino. Se sintió insignificante, como una débil hoja de árbol arrojada al viento, incapaz de controlar su caída. Se reprochó no haber sido más decidido, se preguntó porque ella no insistió… aunque ahora, ya nada de eso tenía importancia.

Salió presuroso de ese lugar con rumbo al río Sena. Se detuvo por unos instantes en la orilla y contempló su futuro de soledad y desolación; no pudo más, tomó coraje y se arrojó. Nunca encontraron el cuerpo.

 

***

 

 

 El destino tiene extraños e inesperados laberintos, a veces son “felices” y en otras ocasiones, extremadamente “dolorosos”.   

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