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Ir a: Nunca se pierde la esperanza (“Seguiré viviendo” 48a. entrega)

Las palabras del profesor Grisales lo hicieron consciente de sus promesas incumplidas: –Decidí no aguardar más tu visita. Si lo hago no me hubiera jubilado.

Había dicho José que volvería cuando dejó el colegio, que no se alejaría de la universidad que lo formó, que  regresaría a la empresa que le brindó el primer trabajo. Jamás lo hizo. Apenas habían sido expresiones de emotividad guiadas por la nostalgia de la separación. En cada sitio quedaban amistades maravillosos y miles de recuerdos. En cada despedida existía el deseo sincero de volver, pero al final, su mundo era la gente con la que compartía el momento. Cortó el vuelo a su imaginación y se reencontró con el viejo profesor. Estaba frente a él, inconfundible. Unos quince años más viejo; los mismos que habían transcurrido desde la última vez que se encontraron, cuando le prometió la visita que nunca llegaría. Su cabello blanco, su rostro cansado y sus arrugas a nadie le hubieran permitido imaginar la fortaleza del maestro que 40 años atrás dictaba la clase de literatura. Y a pesar de su humanidad languidecida, lucía más joven que el alumno consumido por el cáncer.

–En el colegio ya no encuentras caras que conozcas. Fui el último de tus profesores que pasó el retiro. Se va la vida.

–Los años pasan –confirmó José– consumiendo toda la existencia. –Por eso he venido a visitarte. El negro Cubillos me contó que luchabas contra una enfermedad muy grave. Llamé a Francisco y me ayudó a encontrarte.

José sintió el cuarto inundado por el bullicio del recreo. Le pareció estar a la sombra centenaria de los árboles de la vieja casona en que funcionaba el colegio de los redentores. Discípulo y maestro inmersos en los recuerdos dialogaban, se diría que veían a los niños corriendo, a los profesores vigilando y al rector departiendo en el balcón con los padres de familia. Sentían la algarabía y de pronto el súbito silencio, tras el silbo que llamaba al orden. Veían la formación en el patio, el desfile a los salones y el paraje, por último, vacío. Y percibían de lejos un rumor que traspasaba las puertas de las aulas. Uno a uno fueron recordando a los maestros.

–Mis profesores fueron sabios y comprensivos, unos; otros, autoritarios y dogmáticos. Y recordó la clases de química del «justo Abel», las lecciones de matemáticos de «Ternerita», las enseñanzas de urbanidad de Raquel, la cátedra de física de Agustín Cortina, y desde luego la asignatura de español de Querubín Grisales. Cuando paso al recuento de los más tiranos, que eran pocos, inició la mención con Arciniegas.

–Pocos como él para ilustrar lo que es la intransigencia. Con decir que yo siempre guardaba la esperanza de que algo le pasara para que no llegara. Hoy siento pena de mis deseos malévolos. Y lástima, por él como por todos los déspotas reprobados por quienes padecimos sus lecciones.

–El juicio de los alumnos también es implacable –sostuvo el profesor.

–Y el tiempo compasivo –complementó José–. Porque esos dictadores pasaron al olvido. Y si de pronto los volvemos a traer a la memoria, lo hacemos sin rencor, de repente como un recuerdo entretenido. Entonces se deshizo en elogios con Grisales, maestro ejemplar por excelencia. Tan sentidas fueron sus palabras que los ojos del maestro se vieron repentinamente humedecidos.

–Apenas hice lo que tenía que hacer –dijo sin encontrar palabras.

–No sea modesto. Eso decían también los profesores que creían en el azote.

Y le contó la anécdota del «escudo perfecto» que no pasó la prueba de Arciniegas.

–Tal vez por prepotente, él sólo admitía como veraces los apuntes que nos hacía tomar en clase. Si averiguábamos otras fuentes se ponía furioso: «Señor Robayo, si no acepta mis orientaciones bien puede retirarse de mi cátedra. ¡Y que lo acaben de educar los libros!». Era tacaño con las notas, por mucho, y muy de vez en cuando, se le escapaba un cuatro. No reconocía habilidad ni virtud en sus discípulos. Lo suyo era rajar. Aun así me propuse conseguir su aplauso con el escudo de Colombia que puso por tarea. Yo lo veía perfecto. Lo miraba y me parecía salido de una imprenta. Pero lo hizo trizas, lo rayó hasta la saciedad y le encontró cientos de errores. «¡No hizo la tarea señor Robayo!». La magnitud de la injusticia provocó la ira de mi padre. «No es que estrictamente el joven no haya hecho la tarea», le dijo en tono acobardado, «es que para efectos de la nota, una tarea mal hecha, es una tarea que no se hizo». «Es su opinión, un concepto demasiado subjetivo», respondió mi padre. «Nadie que juzgue el trabajo de mi hijo podrá afirmar que nada hizo. Y no me refiero a la perfección, sino al esfuerzo. Hasta una tarea mal hecha lo demanda. ¿Dónde registra usted la dedicación del niño al realizarla? ¿En que parte de la nota reconoce sus desvelos? ¿Ignora acaso los intereses que sus alumnos sacrifican para cumplir con su materia?». «Eso hace parte del concepto que tenemos de los educandos», le dijo para salir del paso. «Dígale a su hijo que puede traer de nuevo la tarea». El viejo iba dispuesto a un agrio enfrentamiento. No hubo tal. La discusión fue fría, pero civilizada. De todas maneras disfruté oyendo a mi papá contar cuanto había dicho en mi defensa. Le rebatió a Arciniegas tanta obsesión con las tareas, le señaló lo poco que quedaba de las desmedidas exigencias escolares, le enfatizó que más que conocimientos, los profesores estaban obligados a inculcar valores, y le dijo que si la actitud con los niños carecía de humanidad y de justicia, la formación se malograba. Me contó también, que ese hombre déspota con sus alumnos se había derrumbado ante él, como si no estuviera hecho para la confrontación con sus iguales.

–Y se perdió Arciniegas –anotó Grisales–. Era de esperarse. Tenía sentimientos de errabundo. Introvertido, sólo, amargado y deprimido, era arisco a la amistad, o acaso la amistad le rehuía. Se retiró sin jubilarse. Alguien creyó escuchar que ya había muerto. Debo confesarte que tú eres la primera persona que me habla de él en tantos años. Cuántos, por el contrario, preguntan por Ana Caballero.

–Anita era una profesora incomparable. Sin ella el francés jamás me hubiera interesado. Recuerdo con toda lucidez cuando en su clase al gordo Reyes le estallaron unos huevos y una talega de harina en la cabeza. Anita que nos daba la espalda en ese instante por estar escribiendo en el tablero, reaccionó desconcertada cuando escuchó la atronadora carcajada. La harina y las yemas escurrieron por la cara del muchacho, sin forma de esconderlas. Ante la falta inocultable, Gómez y Bedoya sintieron pánico de la impulsiva travesura. Pero el episodio no salió del aula. «Déjenme ver lo que hay en esa bolsa», dijo Anita cuando se percató de todo lo ocurrido. Quedaba media talega de harina y cinco huevos. «Acérquense», les dijo a Reyes, y a Gómez y Bedoya. Al primero le entregó la bolsa, y en una decisión inesperada, hizo que Reyes descargara sobre los otros jóvenes todo el contenido. Todo el salón celebró con desinhibidas risotadas, a sabiendas de que la profesora era la causante del relajo. «Cuando se soportan en carne propia, es que se conoce el peso de las propias faltas. Espero que la lección quede aprendida». Muchos años después oí a Bedoya recordar con cariño el correctivo.

–Era tan prudente que sólo hoy me vengo a enterar del incidente. Ese era su talante. Has de saber que en los consejos ella siempre fue el obstáculo para expulsar a los muchachos. «Cuanto más grave la falta –argumentaba– mayor debe ser el compromiso del colegio. Expulsando al estudiante el plantel evade la responsabilidad, soluciona apenas su problema; no resuelve el de la sociedad, ni el del alumno». Por eso insistía en que el compromiso de formar obliga a enderezar a los muchachos que ya vienen torcidos, pues el mérito de aleccionar a los virtuosos le parecía irrisorio. Por algo la apodaban «la abogada de los sinvergüenzas».

Así se fue la tarde, entre reminiscencias. Una simple evocación avivaba mil detalles, y la memoria, como un mar insondable, aseguraba una pesca interminable. José volvió a gozar con las satisfacciones del pasado. Hasta los momentos enojosos, por superados, los encontraba revestidos de un halo placentero. No hablaron de la muerte, no tenía cabida. Entre tema y tema el ocaso se metió por la ventana. La extraordinaria llamarada clamaba por un paisajista iluminado, pero los contertulios ensimismados en otra realidad apenas la notaban. El profesor Grisales, de espalda al espectáculo, escasamente reparaba por la progresiva oscuridad, que la visita se prolongaba más de lo debido; y José acostumbrado a los hermosos crepúsculos de su vista privilegiada del octavo piso, no advertía la fastuosidad del que tenía delante. El profesor miró en su reloj la hora y comenzó a preparar la despedida. La visita no acabó,  sin embargo, en ese instante, pues unas críticas de José al sistema educativo volvieron a Grisales a su asiento.

–No puedo ocultar mi indignación al ver el estudio convertido en un tormento. Veo a los colegios empeñados en obstaculizar la dicha de los niños. Consumiéndoles con exigencias el tiempo más propicio para ser felices: el tiempo de la infancia. Cerrándole las puertas a su ingenio con la rigidez de sus currículos. ¿Será que como un amigo me dijera, los colegios son instituciones concebidas para acabar con la dicha familiar y la felicidad de los muchachos? ¿Monstruos creados por el Estado para forjar ciudadanos sumisos, sometiéndolos desde la infancia? De pronto no sea premeditado, al fin y al cabo inconscientemente las ínfulas del poder llevan al hombre a complicar, más que a solucionar, la vida de sus semejantes. Si no existe más sabiduría para aprovechar mejor los años escolares, dejemos a los niños aguardar plácidamente la adultez, matando el tiempo mientras llega el momento de los estudios superiores.  Grisales se sorprendió con la acritud del comentario y hasta le preguntó si era un reclamo a sus viejos maestros por la educación que le impartieron.

–¿Se puede imaginar, profesor, que en su momento ni una de estas ideas pasaron por mi mente? –le dijo a Grisales, eximiéndolo de toda culpa–. Lo que pasa es que veo la enseñanza como un proceso en franca bancarrota, que pretende encauzar a los niños en la filosofía de los adultos de producir sin tregua. Obsesión de la productividad que habrá de aniquilar al hombre. Y le explicó que no era un asunto que viera en la distancia, sino una realidad de la que tenía conocimiento, y le contó las quejas de Claudia, la madre de Carlitos: «A toda hora la tarea. Y es que es la tarea por la tarea, la tarea para los padres, la tarea para arruinarnos el descanso. Ni siquiera sirve para forjar una rutina que les sirva a los niños cuando grandes, porque cuando el estudiante se convierta en empleado, lo primero que hará si es reflexivo, será separar las actividades del trabajo y de la casa. ¿Por qué deben entonces continuar en el hogar las rutinas del colegio? ¿Será para que hagamos los padres las labores del maestro?»

–Me parece inaudito –dijo José continuando su reproche– que Eleonora, usted y yo, con tantos años como separan nuestras generaciones, seamos el producto de la misma enseñanza y de las mismas reglas. Disculpo al pasado, rezagado y riguroso, pero no absuelvo al presente de sus culpas. ¿Cómo es posible que sigamos apegados al currículo  obligatorio y rígido que atiborra al estudiante de conocimientos que no son esenciales? ¿Lo que se enseña es lo que realmente debe saber el estudiante? Probablemente no. Si así fuera jamás lo olvidaría. De los años escolares apenas sobreviven por su utilidad, la lectura, la escritura y las cuatro operaciones.

–Aunque no sea tan exacto, como caricatura es impecable –replicó Grisales afectado por la exageración.

–Lo patente, profesor, es que el mundo cambió con la tecnología. Estudiar, antes era un asunto de memoria, hoy la memoria es el disco duro un computador. Hecho para pensar, el cerebro de los estudiantes más que almacenar conocimientos debe aprender a utilizarlos. Sin embargo los colegios siguen obstinados en producir enciclopedias.

–Estoy de acuerdo contigo en que en estos tiempos del computador y la informática la memorización debiera haber perdido trascendencia y el razonamiento ganado relevancia. Sin embargo los propósitos de la educación y los currículos son políticas que definen los gobiernos. Educadores y colegios no tienen otro camino que observarlos.

–Si la mayoría de los niños sienten aversión por el estudio es porque la metodología choca con su naturaleza. Le falta ingenio al sistema educativo para entusiasmar a los menores en las materias que pretenden enseñarles.

–Sin lugar a dudas se deben revisar los contenidos y hacerlos más flexibles. Hay que innovar estrategias que hagan amena la enseñanza, sin olvidar la formación moral y espiritual, más importante que ese embutido de información que tu criticas. Atado a los patrones del momento debí enseñar cosas inútiles y exigir tareas inoficiosas. Tanto que instruí en los diptongos y en los hiatos, en el acento diacrítico, en las partes de la oración, en el núcleo del predicado y del sujeto, en los tiempos verbales y los complementos, para saber que a mis discípulos hoy no les sirve ni para ayudarles a sus hijos en la elaboración de las tareas... porque sencillamente lo olvidaron.

–No es su culpa, ni la de ellos –lo interrumpió José–. Es el peso de los hechos que demuestra que para que perdure una lección, se debe entender lo que se aprende, y ponerlo en práctica repetidamente. No es porque el profesor enseña que «rompido» no se dice, que el niño lo recuerda; es porque de tanto repetirlo, graba que se dice roto. Si esa palabra jamás la utilizara, a pesar de la enseñanza seguiría ignorante. Por eso yo propongo que en conocimientos que no son fundamentales, sea el alumno el que elija los que más le gusten.

Grisales le dijo que la propuesta resultaba interesante, pero volvió a insistir en la labor del formador, para recalcar que como mentor, en cambio, habían abundado sus satisfacciones. «Por pura vocación, nunca no por exigencia, llegué al corazón de mis discípulos. A muchos alenté en sus sueños, a otros tantos atajé al borde de un mal paso; orienté a muchos indecisos, a otros les calmé la angustia; fui de todos amigo y consejero».

–Esas lecciones, profesor, son las que jamás se olvidan. Pero hoy la masificación, los grandes cursos, vuelven impersonal el trato.

–Tú tienes razón, José, la  mala pedagogía hace que el conocimiento tenga que perseguir a un estudiante que siempre lo rechaza, cuando el objetivo es que el alumno vayan tras el conocimiento, espontáneamente y con agrado. Y en cuanto a las exigencias desmedidas, las censuro. Son estorbos al aprendizaje. La tensión desanima o enferma al estudiante, y tras la reprobación reiterada la deserción asecha.

Y como todo estaba en discusión, José aludió a los logros de los estudiantes, resaltando el cambio que había llevado a que no se eximiera a los docentes de los malos resultados escolares. –En mis tiempos sólo los estudiantes podían ser los culpables –resaltó como remate. Entonces Grisales se refirió a la transición entre la dictadura del maestro y la tiranía del educando:

–En la medida en que decae la omnipotencia del docente, veo afianzarse la altanería de los jóvenes con quienes los están formando. Probablemente ya pasó a la historia el acatamiento y la consideración de los discípulos de antaño.

–No obstante, profesor –dijo José muy convencido– yo no los veo tan altaneros. Creo que defienden sus intereses con la desenvoltura de nuestra modernidad y la desobediencia propia de la juventud. Es la misma insolencia que usted y yo vivimos de muchachos, pero con el matiz de nuestros días. Yo me resisto al primitivo impulso  de enfrentarlos, y los entiendo porque soy rebelde. A su edad no necesitan contradictores que los exacerben, sino guías que los escuchen y comprendan.

–Dirigirlos y entenderlos fue siempre mi receta –dijo Grisales exaltando la figura del mentor.

Abstraídos en sus juicios se dejaron sorprender de las sombras de la noche. Una a una se fueron encendiendo las luces en la calle, pero Querubín y José parecían ajenos a la noción del tiempo. –Este mundo, profesor, tiene el sello de la imperfección del hombre, así que los perfeccionistas habitualmente no obtienen más que frustraciones. No son los mejores los que lo gobiernan, no son las mentes más brillantes las que lo dirigen; son los mediocres herederos del poder, los influyentes y los aduladores.

–Dices bien, unos pocos estarán siempre por encima de todos los demás, sin ser más inteligentes, ni mejores que ellos.

Así hubieran continuado, de no llegar a poner orden la jefe de enfermeras. Grisales se marchó, y cuando a José lo invadió el sueño, desfilaron los niños de un colegio por su mente. Los veía felices explorando los conocimientos a su antojo. Todo era flexible. Como en bandeja les ponían los temas y no había estudiante que no se sintiera atraído por alguno. Unos escogían la química, y con un especialista –que los había para profundizar en todas la materias– desarrollaban algún proyecto que estimulara sus habilidades y su ingenio. Otros probaban con la historia. Engolosinados con Julio César, con Napoleón, con Alejandro, no se cansaban de escrutar sus vidas; y si de batallas se trataba, aprendían estrategias militares e ideaban juegos en que las ponían en práctica. Se divertían con todo lo aprendido. Libres de hacer lo que viniera en gana, ni uno sólo como se esperaba abandonó el estudio. Todos volvieron un hobby la academia. Hasta en sus casas, a escondidas –porque estaban prohibidas las tareas–, devoraban los textos que llevaban del colegio. Unos pocos conocimientos eran de obligatorio aprendizaje, y se reducían a un barniz apenas suficiente para que más tarde no los tildaran de ignorantes. Así, los que con la II Guerra Mundial se deleitaban, profundizaban en detalles, pero los que no le encontraban atractivo alguno, se concentraban en conceptos y datos generales.

Luis María Murillo Sarmiento

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Seguiré viviendo“Seguiré viviendo”, con trazas de ensayo, es una novela de trescientas cuartillas sobre un moribundo que enfrenta su final con ánimo hedonista. El protagonista, que le niega a la muerte su destino trágico, dedica sus postreros días a repasar su vida, a reflexionar sobre el mundo y la existencia, a especular con la muerte, y ante todo, a hacer un juicio a todo lo visto y lo vivido.

Por su extensión será publicada por entregas con una periodicidad semanal.

http://luismmurillo.blogspot.com/ (Página de críticas y comentarios)

http://luismariamurillosarmiento.blogspot.com/ (Página literaria)

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