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Ir a: El peregrino de la nada (4)

Capítulo 4: “Una luz en el camino”

Juan el Peregrino dejó atrás el Reino de las Circunstancias, no había extraído conclusiones convincentes, solo suposiciones, contradicciones que en definitiva ahondaban más su preocupación de estar o no estar en ese tiempo que no era real.

Antes de que aquel Enviado se le presentara, su vida había transcurrido sin contratiempos, iba de un lugar a otro sin problemas, sin preocupaciones, su vida representaba lo banal, pero, era suficiente para él vivir en plenitud su estado de libertad interior. No había reglas dentro de su estado de conducta. Las había arrojado en las profundidades de su conciencia. No existía otra cosa que su propio yo y ese ego introspectivo tenía independencia absoluta.

¿Un ser antisocial? “No deseo entrelazarme con el ser social” sostenía.

¿Un ermitaño? “Da lo mismo que esté con alguien a mi lado, que conservar para mí  mi  propia identidad personal”.

Estas meditaciones lo abstraían de aquel camino por el que transitaba, absorto por su accionar reflexivo, sufrió de pronto un impacto de luz que lo cegó, lo desorientó, dio vueltas a su derredor, deslumbrado, sintió una voz que parecía un trueno que provenía de todas las direcciones. La voz le dijo entonces:

-Juan…

Se escuchó, el Peregrino seguía dando vueltas sobre si mismo,  la voz lo ensordeció y tomándose la cabeza con sus manos, atinó a preguntar:

-¿Quién sois?

-Soy Aquel al que  niegas.

-Acaso ¿sois Dios?- manifestó el Peregrino aun cegado por la luz intensa.

-Soy el Principio y el Fin.

Casi suplicante el Peregrino exclamó:

-¿Por qué a mí? Bien sabéis que no te reconozco como ser superior a toda especie humana. Sois obstinado en querer convenceros.

-Sois mi elegido Peregrino.

-Pero, yo no lo deseo. Dejadme vivir mi propia libertad.

-Acaso ¿sabéis cual es tu libertad? ¿Cómo la vivís?

-Lo se. No es que sea por soberbia, es por convicción. No me obliguéis a seguiros, Señor.

-En vos he puesto mi mano para trasmitiros la Palabra.

-¿Qué es la Palabra? – preguntó el Peregrino.

-La rectitud y la templanza son dos condiciones que tenéis que reuniros para que recibáis de mí la Palabra.

-Son dos cosas que no poseo – respondió Juan.

-Pero podéis asumiros si os comprometéis a seguirme.

Impaciente ya el Peregrino respondió:

-Os he manifestado que no os seguiré.

La voz no respondió.

El Peregrino creyó haber triunfado. Su soberbia existencial lo hacía sentir superior a todo lo creado o a todo lo que espontáneamente había surgido sobre la faz de la tierra.

De pronto, el Peregrino se quedó dormido, en aquella inmensidad del desierto, sin preocupación, sin dolor, sin angustia.

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