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Ir a: Todo es relativo, todo es cuestionable (“Seguiré viviendo” 59a. entrega)

La tarde se había ido tratando de calmar un dolor que no cedía con nada. Desperté en la noche más sereno. Adela, la enfermera, me hizo un relato pormenorizado de los medicamentos que tuvieron que aplicarme. «De paso lo durmieron», me dijo, resaltando el doble efecto de los potentes analgésicos: hipnótico y calmante. Me preguntó que prefería, si ver televisión u oír la radio. Al saber que me era indiferente prendió el televisor y comenzó una excursión por todos los canales.

El parecido físico de una presentadora con Elisa, me hizo recordarla; pero la sola mención del matrimonio suscitó en Adela un gesto de aversión, seguido por una diatriba contra el que había sido su esposo; con tanto resentimiento, que casi me incitaba a ensañarme con Elisa. Le explique, tratando de volverla a la cordura, que afectivamente el capítulo de mi ex esposa estaba clausurado, que ni rencor ni afecto le sentía, que era absolutamente indiferente. Sentí la necesidad de aleccionarla con mi gentileza, y la aparté de la cuestión que la ofuscaba aprovechando la presencia en un canal, de un pastor que hablaba del pecado. Esperaba la aseveración dogmática que avivara mi ironía, pero Adela cambió de canal rápidamente, dejando ver el desgano que la predicación le producía. Motivado por el tema del pecado inquirí su opinión sobre los que comete el pensamiento.

No comprendió; naturalmente; por lo que tuve que explicarle que en términos catequísticos se mencionan pecados de obra, omisión y pensamiento. Y anoté con un ejemplo, respondiéndome a mí mismo, que «no desear la mujer del prójimo, o no codiciar los bienes ajenos, son mandamientos que deben quedarse en buenas intenciones, porque el deseo nace espontáneamente, sin que nadie lo solicite ni lo aguarde. Otra cosa es que la voluntad vuelva acción lo que es puro deseo. A la mujer del prójimo se la ansía espontáneamente y sin pensarlo, por puro instinto. ¡Definitivamente no entiendo el mandamiento! El surgimiento de esos impulsos es incontrolable, como experimentar hambre, como sentir la sed. Un precepto más sensato sería abstenerse de saciarlos. Una cosa es el deseo –impensado– y otra la conquista sujeta a nuestra voluntad». Entonces ella dijo: «¿Y es que puede culparse a alguien apenas por pensar? Yo a esas pendejadas nunca les di importancia. ¡Los intelectuales cómo son de complicados». Presentí que sobraba mi respuesta. Con el dilema de si yo era muy tonto, o ella demasiado simple, de nuevo me quedé dormido.  Me desperté como a las cinco, cuando comenzaba a despuntar el día.

A las siete, con «kárdex» en mano la enfermera jefe de la noche pasó por los cuartos, como era la costumbre, entregando el turno a su reemplazo. Luego un médico pasó con su asistente. Los médicos hospitalarios pasan revista a todos los enfermos y dan periódicamente informe a los médicos tratantes, a quienes las obligaciones les impiden pasarse el día al cuidado de un paciente. Son médicos generales, algunos recién graduados, otros con la experiencia de muchos años de ejercicio. A ellos, a veces, se suman en las rondas los médicos internos, estudiantes de medicina que están para graduarse; o los residentes, estudiantes de postgrado en trance de volverse especialistas. En mi caso la revista es una rutina innecesaria, un simple protocolo que se limita a demostrar que mis signos vitales aún están presentes.

El examen de un día es idéntico al del día anterior y una copia de el del día siguiente. Y no es sólo mi impresión, sino la de los médicos, a juzgar por las expresiones que escriben en la historia: diagnóstico anotado, estado clínico sin cambio, igual manejo. Y los entiendo. Al fin y al cabo evoluciones tan frecuentes en un enfermo crónico hacen imposible detectar un deterioro tan poco perceptible. Yo le digo a los galenos, poniéndole humor a mi reproche, que un día amaneceré muerto sin explicación alguna, porque mis condiciones serán las mismas que las del instante anterior en que me certificaron vivo.

Cuánto se me asemeja este fenómeno al envejecimiento. En nada se parece el semblante del niño al del anciano, y sin embargo, el rostro es siempre idéntico al del día anterior, desde el nacimiento hasta la muerte. Un trazo invisible y tenebroso va grabando la vejez en las facciones, un rasgo inapreciable cada día, hasta la arruga despiadada que guarda la mortaja.

Continuará…

Ir a: Los dogmas, el placer y el sexo (“Seguiré viviendo” 61a. entrega)

Luis María Murillo Sarmiento

Seguiré Viviendo“Seguiré viviendo”, con trazas de ensayo, es una novela de trescientas cuartillas sobre un moribundo que enfrenta su final con ánimo hedonista. El protagonista, que le niega a la muerte su destino trágico, dedica sus postreros días a repasar su vida, a reflexionar sobre el mundo y la existencia, a especular con la muerte, y ante todo, a hacer un juicio a todo lo visto y lo vivido. Por su extensión será publicada por entregas.

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