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TRES
Los fines de semana en mi pueblo y en mi barrio programábamos competencias deportivas atípicas como carreras de carros con ruedas esferadas (las balineras o cojinetes que les quitan a los carros de algunas partes del motor). Estas carreras nocturnas, inspiradas en las películas con pandillas juveniles de EEUU, las realizábamos de diez de la noche en adelante y no dejábamos dormir a nadie. Hasta que nuestros los padres tuvieron la genial idea de romper los carritos y quemar las partes de madera en las estufas de carbón y leña que existían en cada una de las casas y las ruedas metálicas se iban en las manos de un hombrecito pobre para construir un carrito de acarreos con el cual ganarse la vida.
Otro de nuestros deportes era el boxeo, sólo que lo practicábamos sin guantes y las peleas terminaban cuando uno de los competidores expulsaba sangre por boca, nariz o ambas. También jugábamos a los desmayados que consistía en que uno aguantaba la respiración mientras los otros lo oprimían contra una puerta o una pared hasta perder el conocimiento. Bueno, nuestras diversiones eran poco comunes, íbamos al río a bañarnos o más bien congelarnos a las seis de la mañana cuando estaba saliendo el sol y sobre la superficie del agua flotaba una neblina espesa y pegajosa; en media hora salíamos de color violeta y tiritando rumbo a las casas mientras la temperatura subía lentamente de cero grados a cinco o seis, sinceramente ahora no puedo explicarme como no murió ninguno de congelamiento. Sin embargo, la distracción más salvaje era la guerra; cuando niños jugábamos con armas de juguete y ahora en la adolescencia reemplazamos las pistolas, las escopetas, los cuchillos y las espadas por armas primitivas, las llamábamos caucheras que son las mismas resorteras mejicanas y los combates eran a física piedra sin decirse mentiras que yo le di, que no señor, porque el que recibía la pedrada, especialmente en la cabeza, pues botaba sangre roja y auténtica, estoy seguro que todos los de mi generación lucen hermosas cicatrices en alguna parte del cuerpo. Y, digo, con semejante entrenamiento de años que temor podía inspirarme el tal Villa que era muy grande y grueso pero fofo y lento.
Oliva mal enseñaba el grado segundo y hasta parecía alumna del sádico Villa porque también empleaba la tabla de castigo e imponía lecciones de memoria y ¡Ay! del que no respondía de acuerdo con lo que decía el libro abierto ante sus ojos, encima del escritorio, claro que, durante muchos años y en pleno siglo veinte, seguí laborando, que se oye tan bonito, con maestros de escuela que seguían utilizando los métodos del siglo XIX y castigaban a los pobres infantes con torturas, para mí, inhumanas, anacrónicas y vergonzosas; además, me criticaban “ mi falta de carácter y de autoridad” y es que, como yo nunca sufrí en carne propia el escarnio del castigo físico, jamás pude aplicarlo en otros seres animados.
Entretanto, sufría todas las noches las angustias sumadas de las visitas nocturnas de Oliva a contarme sus penas de amor y sus romances desesperados y las historias más truculentas de Ríos con su amor no correspondido con esa gordinflona a la que le cogí fastidio, de tanto, escuchar su nombre y: “Ángel, imagínese, Alberto es el amante de mi hermana Julia desde antes de casarnos” y, por la otra parte: “compañero, usted no se imagina, Gladis es la nena de mis sueños, la esposa ideal y si no me caso con ella capaz que me suicido”.
Después, ella a sus hechicerías y él a sus ronquidos y yo, va la madre, a despotricar contra el mundo... Los niños me contaban las barbaridades de Villa y las marchas interminables un dos, un dos, un dos del ejército rojo y profe, mi papá si se quejó y casi pierdo el cupo, y mi mamá le hizo el reclamo y usted no sabe profesor la clase de alimaña que es ese maestro; bueno, pero calmémonos que todo tiene solución, bueno, sí señor pero, ¿Cuál? No podía dormir por las quejas de Oliva, los ronquidos de Ríos y la rabia interminable contra Villa.. La vida da tantas vueltas que en la distancia uno no puede, muchas veces, diferenciar la realidad con la fantasía: a mí me ocurrieron tantas y tantas cosas que, en la distancia, no sé que pudo ser realidad y que fantasía, claro que esta es una disculpa por si acaso en el momento de publicar, alguna persona se siente aludida, ofendida, perjudicada o demás. Yo no respondo; como estuve en una casa de reposo, tengo la disculpa de mi locura, dictaminada por varios médicos especialistas... ¡OH, Dios, como abuso de ti y de tu confianza, y seguiré abusando por todo el tiempo que me reste de existencia!
l primer año de trabajo mi vida fue relativamente plácida en comparación con lo que vivían los muchachos del barrio donde quedaba la casa de Oliva, es decir, donde yo habitaba la mayor parte del tiempo. Traté de integrarme en contadas ocasiones, en realidad me llamaban por aquello del aporte para licor y cigarrillos. Influidos por la música y las películas norteamericanas, todos, sin excepción querían parecerse a James Dean, Marlon Brando o a los artistas juveniles mejicanos... a mí la moda siempre me importó un comino y, más bien, me vestía de forma estrafalaria, algunas veces, o demasiado conservador otras con vestido de paño, corbata, zapatos de cuero y toda la cuestión. Algunos fines de semana, en mi barrio de provincia, volvía a convertirme en uno más del pueblo, sin aspavientos o imitaciones de modelos importados; vestíamos la ropa juvenil que podían comprar nuestros padres y yo, para no parecer diferente y creído no usaba las vestimentas de la capital sino igual a ellos, siempre uno igual a ellos todo el tiempo, hasta que comenzaron a trabajar y, a ellos si se les subieron los humos; no a todos pero sí a tres de mis mejores amigos, cómo sentía lejana la época de la secundaria en “La ciudad de la sal” y los seis años de internado.